Hace meses leí una novela maravillosa, La vieja sirena, que José Luis Sampedro publicó en 1990. Aquel libro me hizo disfrutar, y me sugirió este.
Sin embargo este libro no es copia ni símil de aquel, sino que me fue sugerido por aquella lectura: la sirena de Sampedro se adapta a vivir en tierra, en un tiempo pretérito, el de los romanos, mientas que mi sireno es un hombre que se acostumbra en la actualidad a vivir en el mar, a costa del mar, y descubre —y nos hace descubrir— que otro mundo es posible, porque existe y está en este.
Sireno de Serena es una narración fantástica, la 78ª en que me he implicado, pero no es ciencia ficción, sino ficción fantástica. Mis sirenas existen porque siempre han existido, al igual que los chimpancés han estado en el mundo desde siempre sin que los autores que nos han hablado de ellos, como Edgar Rice Burroughs con su Tarzán de los monos, nos hayan tenido dar fe de su origen y continuidad en el mundo animal: existen y punto. El lector puede pensar que las sirenas no existen..., pues bien: en este libro no solo existen, sino que les harán disfrutar de su mundo, de sus ideas y de sus aventuras a lo largo de las páginas de esta narración. Y si al término de la lectura ustedes siguen pensando que las sirenas existen, o no, es cosa suya, ya que lo que yo he pretendido al describir ese mundo es que ustedes pasen un rato de evasión de sus problemas y preocupaciones, y se sumerjan —jamás mejor dicho— en este mundo mágico del mar.
Los personajes y eventos son por completo —ocioso sería explicarlo— ficticios, y nada tienen que ver con personas o situaciones del mundo real, y si acaso en algún particular se le parecieran, sepa el lector que es pura coincidencia ajena a la voluntad e imaginación del que esto subscribe.
Dicen que las sirenas originalmente eran aves con cabeza de mujer, pero por suerte la verdad se ha impuesto con el tiempo y para el vulgo hemos recuperado la cola de pez que nunca dejamos de tener y en la que reside nuestra razón de ser y nuestra sabiduría.
Las sirenas hemos estado en el planeta Teluris desde hace millones de años. Los humanos conocen Teluris como Tierra porque tienen poca imaginación y se creen que lo importante es lo que ellos pisan, a pesar de que es la parte más pequeña del total. Desde la cresta de nuestras olas hemos visto venir e irse a los dinosaurios y a muchas otras especies, entre ellas la humana, que no tardaremos en despedir, dada nuestra experiencia observando los ciclos de las diferentes especies que han venido y se han ido a lo largo de nuestra larga historia, que ciframos en más de mil millones de años, desde que el planeta se enfrió lo suficiente para que Essa, la primera sirena, apareciera sobre la faz de esta roca con agua y aire. Essa procedió de especies consecutivas de animales marinos, y vivió sola hasta que aprendió a reproducirse por partenogénesis. Algo salió mal, y sus trece hijos no salieron bien. Algunos murieron a poco de nacer, otros duraron décadas, y solo tres hembras y dos machos consiguieron vivir un siglo. Poco a poco fueron evolucionando, a través de cien generaciones, y hemos llegado a la longevidad extrema, de tal magnitud que no conozco a ninguna otra sirena —ni siquiera yo misma— que haya muerto o presente signos de vejez, tal cual refieren las más antiguas de nosotras. Les extrañará a ustedes que hable en femenino, y no haga referencia a los sirenos. Existir, existen entre nosotras, pero descubrirán ustedes a lo largo de este relato por qué el sexo masculino tiene tan poca relevancia entre nosotras, las sirenas. Y por qué nos duran tan poco.
No quisiera cansarles con generalidades, así que les contaré mi historia. Suya será la responsabilidad de creerse que esto es cierto o no. No dejaremos de existir las sirenas, ni empezaremos a hacerlo, porque usted dude o deje de dudar lo que le expongo a continuación.
Nací en una isla del Mar Mediterráneo, cerca del continente africano. Algunas de nosotras nacemos en el mar, pero las sirenas preferimos dar a luz en tierra, de forma que la bebé pueda usar los pulmones, dado que las branquias se abren en nuestros ijares y se utilizan automáticamente en cuanto nos falta el aire. Por el contrario, cuando damos a luz en el agua a la bebé se le abren las branquias automáticamente, lo que causa que al salir a tierra le cueste mucho más abrir los pulmones al aire circundante, llegando a ahogarse si su madre no interviene rápido. Cuando una sirena sube a tierra lo hace reptando, ayudándose con las manos, hasta que la cola se seca y se forma nuestro abdomen, con piernas muy blancas, porque no les ha dado el sol. Normalmente exhibimos el sexo femenino, que es lo natural en nosotras, pero si hacemos un esfuerzo mental antes de salir del agua hasta que nuestras piernas se han secado, podemos convertirnos en sirenos, a voluntad. No es algo que se haga con frecuencia, excepto con fines reproductivos, ya que sí que somos vivíparas y necesitamos por lo tanto el concurso del macho.
Mi padre, Nefrenio, mantuvo su sexo durante 20 años, hasta que yo me desarrollé por completo, pues decía que necesitaba un referente masculino. Luego se convirtió en Nefrenia y fue la mejor amiga de mi madre. El padre de mi hermana, sin embargo, fue Sheelo, que a los pocos días del parto retornaría a ser Sheela porque decía que no lo podía soportar. Por suerte para Siele, mi padre y yo la adoptamos y le enseñamos todo lo que él sabe, antes de feminizarse otra vez, cuando ella tenía diez y yo veinte años de edad.
Una o dos decenas de años de edad es todavía niñez incipiente, en comparación con lo que las sirenas tenemos que aprender para sobrevivir y para lo que podemos llegar a hacerlo, dado que nuestra longevidad es muy larga y se mide en siglos.
Mi madre, Irenia, nunca había tenido hijas, y le costó bastante más de lo que pensaba traerme al mundo. Una sirena puede tener descendencia una vez cada diez años, aproximadamente, por lo que cuando nació mi hermana Siele, yo ya había aprendido muchos trucos para defenderme en nuestro hábitat, la capa líquida que cubre nuestro mundo.
Jeje, el hombre se cree el rey del universo, pero no llega a los cien años, normalmente, y en cambio nosotras morimos por accidente o por sirenicidio, pues no solo somos longevas por definición, sino que nos encanta la vida. El hombre se encasilla en países de varias decenas de miles de kilómetros cuadrados, quizá un millón, pero nosotras tenemos cinco mil millones de kilómetros cuadrados (o sea, casi doscientos trece mil millones de kilómetros cúbicos) para una población mucho menor, de apenas unos cientos de nosotras. A veces muere una sirena, pero es algo muy poco frecuente. No tenemos depredadores, y no depredamos. Algunas de entre nosotras se alimentan exclusivamente de plantas marinas, pero otras nos comemos diferentes especies de animales del mar, aunque no de forma tan exagerada que acabemos con ninguna especie. Mi manjar preferido son los tiburones, porque no tienen huesos, y sus partes más duras son los dientes de la boca, pero esos los escupo. Los tiburones se comen todo lo que pillan, son voraces, y les vuelve locos la sangre. Por eso yo voy a por ellos.
Como decía, mi madre me dio a luz en una isla del Mediterráneo, nosotros la llamamos Iscia, pero creo que los humanos la llaman Chipre. Cuando no había humanos allí era un lugar pacífico, con unas puestas de sol magníficas. Pero desde hace unos cuantos miles de años aquella gente no deja de pelearse entre sí, y a veces han sorprendido a algunas de mi especie y las han atacado, sin saber que a nosotras nos temen los tiburones. Mi amiga Tiara sufrió en una ocasión el ataque de dos humanos, y se defendió a bocados y acabó con ellos. Luego me dijo que no sabían muy bien, aunque eran muy nutritivos. Tuvo que nadar mucho para sintetizar todo el alimento que le procuraron aquellos dos desgraciados. Estuvo casi un mes sin volver a comer, y le dio una aerofagia que le duró semanas. Por las burbujas que hacía sabíamos las demás dónde estaba Tiara...
Mi madre me amamantó hasta los diez años, cuando nació Siele. A partir de entonces mi mentor fue Nefrenio, mi padre. Él me enseñó a cazar, y a respetar las poblaciones de peces que no eran muy numerosas. También me enseñó a romper las redes de los pescadores que pescaban todo lo que pillaran, sin importarles hacer desaparecer colonias enteras, fueran de especies minoritarias o no. Nosotros les rompíamos las redes, e incluso hacíamos naufragar sus barcos, atrayéndolos a las rocas con nuestros cantos, pues en contacto con el aire nuestra voz es melodiosa y cantamos a dúo y a trío muy bien. Ellos nos ven cuando sacamos medio cuerpo fuera del agua, y se encandilan con nuestras cabelleras y nuestros pechos, creyendo que somos de su especie, y vienen hacia nosotros. Encallan sus barcos y naufragan, y si no saltan a tierra a tiempo, los tiburones —que también han oído nuestros cantos y los saben preludio de un festín— se presentan y hacen escabechina. Nosotras los dejamos hacer, pues tardan tres días en sintetizar la carne de los terrestres y entonces los tiburones saben mejor cuando nos los comemos nosotras a ellos.
Nefrenio también me enseñó a distinguir las corrientes submarinas y a aprovecharlas para navegar con mayor rapidez y menor esfuerzo, así como a interpretar bien los mensajes que nos traen por medio del color, el olor, el sabor, gusto y la temperatura.
La luz del Sol —del rojo al violeta— no penetra mucho el mar. Cuando nos apetece, nos subimos a la superficie y nos tendemos de espaldas, recibiendo los rayos de nuestra estrella durante horas. A veces se acerca algún delfín y juega con nosotras, y charlamos mucho. Otras veces nos quedamos dormidas mirando hacia arriba o hacia abajo, lo cual nos da un tono más obscuro en la piel. Me gusta cuando las olas me levantan, y observo desde la cresta el mar circundante. A veces cabalgo la ola de modo continuo, de modo que siempre estoy en la cresta, y me parece estar en la cima de una montaña quieta en el mar, aunque en realidad me muevo con la ola hacia alta mar o hacia la playa, y cuando llego a esta me tiendo sobre la arena con los brazos extendidos. Más de una vez me he despertado con la cola seca, o sea con mis piernas. Cuando me ha pasado eso y veo a algún humano cerca me sumerjo en el agua para no acabar haciéndole daño. Ellos se quedan embobados, mirándome, y tras tirarme al agua, ellos se quedan mirando para verme aparecer, lo que nunca sucede.
Es en esos momentos en que estamos tendidas en la playa cuando puede aparecer un sireno y nos fecunda. Pero la vida de una sirena se complica mucho cuando eso sucede, pues los siguientes 80 años tenemos que estar pendientes de nuestra cría para enseñarle a vivir como una buena sirena.
Allí estaba aquel hombre. Era una playa casi solitaria, donde había apenas veinte humanos nadando, flotando o charlando entre sí en ese idioma tan desagradable a los oídos, el humano. Supongo que hablarán diferente en cada uno de los países que se han inventado, pero a nosotras las sirenas nos parecen todos el mismo murmullo desagradable, aunque a veces chillan muy fuerte. Pero aquel hombre no hablaba con nadie.
Llevaba sobre la cabeza una especie de alga extraña y ridícula, y se limitaba a flotar. De vez en cuando miraba su muñeca, que más tarde me enteraría yo de que se trataba de una máquina que llaman reloj y que sirve para decirle la hora, en qué trozo del día se encuentra. Para los humanos el tiempo es muy importante porque disponen de poco. Me hizo gracia verlo allí, con aquel ridículo pedazo de alga sobre el abdomen y el otro aún aún más ridículo sobre la cabeza. Obedeciendo a un impulso juguetón, le así un pie y tiré de él hacia mar adentro.
Él estaba meditando, pensando en su vida, en su familia, en su profesión, pues acababa de jubilarse, según me dijo después. Jubilarse es cuando ya has trabajado mucho tiempo y dejas de hacerlo, y los demás humanos te dan un dinero que ellos llaman pensión para que vivas hasta que te mueras. Entre nosotras no existe ni la pensión ni el trabajo, sino tareas. Cada una de nosotras tiene que hacer lo que necesita, y si te lo pide otra, la ayudas. Nosotras nos sentimos fuertes toda nuestra vida y nunca tenemos que depender de las demás.
Al sentir el suave tirón de mi mano, aquel humano se sobresaltó, y no lo relacionó con otro ser, sino que en principio pensó que se trataba de una corriente marina. Yo le asía el pie con suavidad, pero también con firmeza, por lo que no se podía soltar. Pero no me gustaba que el otro pie se desplazase hacia la derecha, así que lo así con mi otra mano, y aquel ser vio que navegaba mar adentro con los pies juntos, sin que ni sus esfuerzos con las manos, ni sus gritos, consiguiesen impedir irse mar adentro. Los demás humanos no se dieron cuenta de que uno de los suyos los abandonaba, pues ellos siempre se preocupan cada uno de lo suyo. Y además hay muchos.
Tardamos un rato largo, dos horas según el reloj de aquel humano, en alejarnos cinco kilómetros de la costa. Yo sentía la angustia de aquel hombre. Con suavidad, mientras él estaba presa del terror porque no sabía lo que estaba pasando, le quité los dos trapos que tenía por toda vestidura. Me hizo gracia ver que a pesar de estar en el agua tanto tiempo aún conservaba las piernas. Entonces me presenté.
Él reaccionó con miedo. No comprendió lo que yo le decía, pues mi dominio del idioma humano es muy limitado. Luego me diría que a él le sonó a algo así como iiiijk!
Viendo que no me comprendía, pasé al uso de la telepatía.
El hombre se tocó las caderas y vio que estaba desnudo, se tocó la cabeza y vio que ya no tenía aquellas algas.
Me sumergí y abracé sus piernas a la altura de las rodillas. Qué gusto, tenerlas en el mar. Luego subí a la superficie.
Aquel humano era estúpido. A cinco mil metros de su mundo, perdido en mitad del mar, y su preocupación eran mis ojos, mi pelo y cómo nos reproducíamos.
Hacía un rato que lo había visto yo también, pero no quería asustarlo, porque yo sé que los tiburones les dan miedo a los humanos. Había estado dando vueltas a nuestro alrededor. Dudaba si atacar al humano y comérselo, o huir de mí. Como he dicho antes, las sirenas siempre los dejamos que se coman a los humanos. Luego seguimos a los tiburones de modo que los que escapan a nuestra cacería no se enteran de que a los tres días alcanzamos cada una a uno de ellos y nos lo comemos a bocados, porque resulta su carne mucho más apetitosa cuando acaban de sintetizar en su metabolismo la carne y huesos de los humanos y ya han expulsado de su cuerpo la parte tóxica.
Le hice caso a medias. Fui hacia el tiburón y le asesté un mordisco en la nariz que le hizo estremecerse y salir nadando tan rápido como pudo. Mastiqué despacio aquel kilo de carne fresca, y tras tragármelo, salí nadando detrás de mi presa, y le fui dando mordiscos hasta que de aquel animal quedaba solo la boca. La cogí con la mano y volví a donde estaba mi humano, que aún nadaba desesperado hacia la playa.
Le mostré la triple fila de dientes de la mandíbula del escualo, y él me miro con terror.
Aquel humano me miró con mirada más tranquila, casi sonriendo.
Los humanos no son de hablar mucho, ni siquiera con el pensamiento. Son más de actuar. Casi como nosotras, aunque tenemos la ventaja de que en más tiempo hemos aprendido más cosas que ellos en varias generaciones. Así que lo cogí de la mano y me lo llevé hacia abajo, a pesar de sus protestas.
Tras unos minutos dejó de moverse. Supuse que fue porque tenía los pulmones llenos de agua. Cuando llegamos al fondo, le hice la respiración sirénica y después lo llevé a mi cueva, y allí durmió mucho tiempo, de modo que cuando despertó ya estaba más tranquilo.
Durante días estuvo alĺí, aprendiendo a respirar con las branquias que le salieron debajo de la barbilla, y si no te fijabas, no las veías cuando las tuviese abiertas. Cuando estamos en tierra se nos cierran de modo automático y respiramos por los pulmones, y eso hace que se nos confunda con los humanos. ¿El origen de los humanos fue una pareja de sirenas que se establecieron en Tierra por alguna razón? Me resisto a creerlo porque habrían perdido la longevidad y el inmenso placer de reinar en casi todo el planeta por medio de su parte más líquida...
Entonces se incorporó y notó la mayor resistencia que hace el agua que el aire al movimiento del cuerpo.
Él miró con cara de tonto, como si le costara asumir lo que estaba pasando. Miró mi cola, y luego sus piernas, coronadas por sus atributos masculinos.
Siguió diciendo un montón de cosas que yo no comprendía. Una sarta de barbaridades, en lugar de estar contento de estar con nosotras, de haber heredado el resto del planeta. No era como nosotras, pero se había adaptado bien, mucho mejor que otros humanos que habíamos adoptado como mascotas en el pasado. Ellos se habían ahogado al principio, pero este se había adaptado, había reaccionado bien a mi reanimación sirénica. Le tomé una mano y le acaricié la cara con la otra mía, y le consolé:
Ya no me gustaba lo que pensaba aquel ser tan extraño para nosotras. Pensé que podía devolverlo a la playa donde lo encontré, pero su readaptación iba a ser costosa y difícil, si sobrevivía. Mejor me lo quedaba. Por eso tuve que ser dura:
Me daba pena el pobre humano. Era mucho para asimilar. Le sonreí, y le dije para terminar:
Y con un suave movimiento de cola salí de la cueva y me di un largo paseo hasta la superficie, y luego volví. Tardé un día. ¿Qué habría decidido mi mascota?
Al llegar a la cueva vi que no estaba. ¿Dónde habría ido? ¿Le había pasado algo? No había restos de lucha, no había sangre por ningún lado. Los tiburones son muy descuidados y habrían dejado algún trozo, algún hueso.
Busqué por los alrededores, pero no lo pude ver en ningún sitio. De pronto oí su pensamiento:
En los días siguientes mi mascota me hablaba cada vez menos de su mundo terrestre, o de su esposa, o de su familia. Era como si se le fuera olvidando, a medida que descubría las maravillas del mar.
Efectivamente, desde que moraba en las profundidades del mar, había tenido una larga adaptación a su nuevo medio. Mientras estuvo inconsciente se le desarrollaron las branquias. Luego había aprendido a moverse poco a poco tras el susto que me había dado. Yo decía que él era mi mascota, y él decía que yo era su maestra.
Sí, cuando se había visto solo después de su discusión conmigo, él había reflexionado: allí, a un kilómetro de profundidad, o se acostumbraba a esta vida, o se moría. Debía de haber desarrollado una piel muy dura, pues pues su cuerpo no se había colapsado, ni sus huesos se habían roto por la enorme presión del agua que había sobre su cabeza, hasta la superficie. Se preguntaba él que cuándo iba a volver a verla. Pero esos pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada del tiburón. Este se había acerado a la entrada de la cueva, y había mirado dentro. Sabía que la luz del sol no llegaba tan abajo, al menos la visible para el ojo humano, y sin embargo él veía en tonos azules y violetas de diverso grado. Dedujo que al tiburón le ocurría lo mismo, y lo había visto. Pero de pronto aquel depredador de los mares en lugar de avanzar hacia adentro de la cueva, retrocedía. Una sirena había aparecido, y el bicho había salido veloz, huyendo de ella. Pero la mujer pez fue más rápida y lo cogió por la cola, se le subió encima y lo que vio a continuación Diego fue una carnicería mucho más salvaje que una corrida de toros: la fiera que cabalgaba a la otra fiera se le estaba comiendo a mordiscos, y pronto el escualo ya no se movió más. No obstante, ella siguió comiendo hasta que solo quedaron los dientes, que dejó caer al fondo. Satisfecha, se alejó lentamente. Observó mi mascota que su cola era mucho más larga que antes, me diría luego. Sí, la realidad es que cuando comemos un pez grande, se nos estira el estómago y con él la cola que lo aloja, y cuando lo hemos digerido, vuelve a la normalidad, a medida que vamos devolviendo al agua lo que nos sobra de la digestión.
Diego recordaba lo que yo le había dicho, que entre nosotras nos respetamos, y no nos entretenemos con las cosas de las demás. Quizá aquella sirena, que luego le diría que era mi amiga Hayk, no lo había visto. O quizá sí y reconoció que aquella era mi cueva, y no se molestó en trabar conocimiento con mi mascota. Mas los tiburones acaso no fueran tan prudentes, y por eso tomó una piedra laminar del fondo y cavó un agujero donde se pudo introducir en vertical y cubrirse con el lodo del fondo marino, asomando solo un tubo oxidado que halló en un pecio cercano para poder respirar hasta que yo regresara y él pudiera salir de su tumba improvisada. Eso sucedió horas después, y me sorprendió al salir de su escondite. Nunca se me habría ocurrido, porque las sirenas somos las reinas del mar, y ninguna otra especie nos hace frente. Somos pocas, pero los demás seres marinos nos temen, y los que no, nos los comemos.
Diego, en adelante Iiik, me contó un viejo mito muy interesante sobre un prícnipe africano que se había llevado a los esclavos de su país para fundar otro en otro continente. Mis amigas sirenas no lo enenderían, porque no tenemos países, ni príncipes, ni esclavos en nuestro mundo.
Pero se equivocaba, pues nosotras no hacemos trabajar a las mascotas en beneficio nuestro, como hacen sus dueños con los esclavos. Para nosotras una mascota es alguien al que se le enseña a vivir en nuestro mundo, y si lo puede soportar, llega a ser una de nosotras.
No satisfecho del todo con mis explicaciones, aún me preguntó:
La verdad es que mi mascota ya había aprendido a vivir en el fondo del mar. Sabía luchar con otras especies, y a comerse a sus derrotados a bocados, con sus dos hileras de dientes. Ya le saldría la tercera. Le gustaba el plancton e hizo amistad con delfines y ballenas, pero todavía no había subido a la superficie en los años que llevaba conmigo.
Subí sin mirarle, porque sabía que me seguía por el sonido del roce de sus brazos y piernas al batir el agua.
Ralenticé mi marcha para que me alcanzara y subiésemos juntos. Los mil metros nos costarían varias horas, casi un día, debido a su larga estancia abajo, y su adaptación a la diferencia de presión, que yo sabía automática. Al llegar vimos que el mar estaba tranquilo, pero las olas nos mecían en un vaivén de dos metros de diferencia de altura entre el punto más alto y el más bajo. Amanecía.
Iiik se resintió un poco porque hacía años que no veía el Sol. Sus rayos llegaban al fondo, pero no los visibles. Las sirenas podemos ver un espectro bastante más amplio que los humanos, y parte importante de ese espectro llega al fondo, dándole al paisaje ese tono violeta verdoso que le es tan característico y nos gusta tanto. Ahora vemos la superficie tan azul como el cielo.
Estuvimos jugando con las olas, saltando de una a otra, hasta que vimos un velero que se acercaba. Nos sumergimos y nos acercamos a él. A bordo iban un hombre con el pelo gris y una mujer más joven, rubia, aunque no muy agraciada.
Él los miró, y negó con la cabeza:
Nos cogimos a la escalerilla que había en la popa de aquel velero de doce metros de eslora, y viajamos con ellos unas horas. De pronto la mujer vino hacia el timón y nos vio. Dio un grito, pero antes de que el hombre acudiese, nos soltamos de la escalerilla y nos sumergimos. Entonces seguimos al barco a dos metros de profundidad, viendo cómo la quilla surcaba el mar. Di un par de coletazos y me así al timón, y luego a la quilla. Iiik pudo agarrarme el extremo de la cola, y con una mano agarró la parte trasera de la quilla, y así acompañamos a aquella gente durante largo rato. Llegamos a la zona de caza de varios tiburones, pero se apartaron en cuanto nos vieron. Yo ya había cenado, y mi mascota se había saciado con los trozos de hígado que yo le había dejado. Ya no preguntaba que de qué especie marina eran, pues les iba cogiendo el gusto y no quería saberlo.
Diciendo esto, me solté de la quilla y le dije adiós con la mano.
Él se quedó mirando, y antes de que se pudiera soltar de la quilla di varios coletazos y desaparecí de su vista.
Pero no así él de la mía. Yo veía mucho más lejos que él, y por eso lo seguí desde un par de kilómetros de distancia. Lo había dejado en una zona infestada de tiburones, que se apartaban de mí con terror. Yo ya tenía alimento para varios días, por lo que no me interesaba la caza, pero él había comido mucho menos, y al no tener cola no podía meter tanto alimento en el cuerpo como nosotras. Tendría hambre ya, supuse. Y aquellos tiburones no lo percibirían todavía como sirena, si bien tampoco como humano. Uno de ellos, menos tímido que los demás, se le acercó. Él lo asió por la nariz con una mano, le metió un dedo en un ojo tan profundamente como pudo, y otro de la otra mano en el otro ojo. Una vez inmovilizado, le dio un bocado en la nariz, arrancándosela de cuajo y se la comió lentamente mientras el pobre escualo daba sus últimos coletazos y moría, pues los dedos le habían llegado al cerebro. Cuando terminó le fue desgarrando la piel con los dientes, y comiéndose lo que había debajo, hasta que se llenó el estómago con aproximadamente una cuarta parte del bicho. Lo soltó y sus congéneres se apresuraron a comerse lo que quedaba de él, lo que dio lugar a una lucha sin cuartel entre ellos, al final de la cual quedaban solo seis de los diez tiburones que se habían acercado.
Iiik miró en dirección hacia donde yo estaría, quizá sintiéndome, y saludó. Luego se volvió hacia donde se alejaba el velero, y dando fuertes brazadas y patadas se acercó al mismo. Lo siguió con calma, hasa que varias horas después entró en el puerto.
Una vez que había comprobado las aptitudes de mi mascota para cazar y comer, me acerqué a él, que me acogió con un saludo y una sonrisa.
Juntos seguimos al barco, y nos volvimos a coger a su quilla. Cuando hubo atracado nos fuimos al fondo, a unos meros diez metros de la superficie. Cuando ya no hubo ruido alguno en la embarcación, Iiik se subió al mismo. Rompió la cerradura y entró en el interior.
Él se había puesto ropa del dueño del barco. De pronto me miró con sorpresa:
En realidad la ropa de la mujer me sentó mejor a mí que a él la del hombre, que le quedaba un poco ancha. Salimos del barco y nos dirigimos al pueblo.
Era una población pequeña, con su plaza, su calle mayor, su iglesia y su ayuntamiento. Y sobre todo su bar, que es lo más importante, porque es donde la gente se reúne; en realidad los hombres, mientras las mujeres quedaban en casa a cargo de los niños.
Vi un cartel en la calle. Reconocí el idioma: islandés.
Entré en el bar, y todos se volvieron a mirar. No era normal que una mujer entrase allí.
—¿El aseo, por favor? —pregunté.
El de la barra me lo indicó con un movimiento de cabeza. Iiik observaba desde la puerta.
Él entró cuando yo iba al aseo.
El barman se la puso delante, y él pagó con unas monedas que encontró en el bolsillo del chándal.
Se sentó en una mesa que había libre junto a una ventana, y cuando yo salí del aseo me senté a su lado.
Ante mi silencio, lo dejé pensando en privado.
Me levanté y me dirigí a la puerta. Uno de aquellos mozos islandeses, muy corpulento salió detrás. Por lo visto le gusté. Me había alejado apenas unos pasos hacia el puerto cuando me abordó.
Sus intenciones eran evidentes. Se me tiró encima y yo le metí la mano, en garra, en el estómago y se lo abrí. Seguí empujando hacia arriba y lo abrí en canal. Le arranqué el corazón y me lo comí de un bocado. Hice lo mismo con el estómago y el hígado.
Miré hacia la ventana y vi que Iiik lo había visto todo. Le asentí, y le envié un mensaje claro telepático:
Me eché al hombro lo que quedaba de aquel insensato, y al llegar al puerto me tiré al agua con él, le despojé de su ropa y me di un festín para celebrar la graduación de mi mascota, el nuevo sireno. ¿Se convertiría en sirena en el futuro? Difícil saberlo. De aquel gigante no dejé ni los huesos. No sabía tan bien como mi plato favorito, el tiburón martillo, pero no estuvo mal. Luego moví las caderas y me alejé de allí coletazo a coletazo. La luna casi tocaba el horizonte, y el rielo me encantaba, más que el del Sol. A menudo pasaba horas enteras contemplándolos, la Luna y su rielo, pero esa noche me apetecía más moverme para digerir aquel gigante islandés con denominación de origen, regado con agua de mar auténtica a punto de hielo. En unas semanas llegué a mi cueva mediterránea sin nada digno de mencionar. El mar me fascina desde que nací, y cada vez lo siento más mío. Por increíble que parezca desde Islandia hasta Chipre, pasando por el estrecho de Gibraltar, no encontré a ninguna de mis congéneres, pues tan ancho es el mundo, y nosotras, las sirenas, somos las más privilegiadas de sus habitantes.
Pasaron años antes de volver a ver a mi mascota. Hayk vino a hacerme compañía un tiempo, y juntas inspeccionamos varios pecios, barcos hundidos de los que sacamos cosas que nos llamaron la atención, como puñales o monedas, pero en la conciencia de que eran trastos inútiles para nosotras, debido a que el agua y el tiempo los oxidarían y los volverían inservibles.
Hayk es de mi edad, más o menos. La conocí en mi primer siglo de vida, aún siendo pequeñas las dos. Por aquel entonces todavía mi madre me vigilaba de cerca, y la de ella y la mía se hicieron amigas.
Luego nos separamos, pero a veces coincidimos y otras nos visitamos. Ella tiene su zona de caza a mil kilómetros de Nuadiki, que se oculta del océano tras una peninsula, Ras Nuadiki, en Mauritania. De vez en cuando ella se acerca a la costa y se mezcla cn la colonia francesa que vive en ese país, y que llama a esa ciudad Port Étienne, como si aún les perteneciera a ellos, los franceses.
Pero el mar no tiene fronteras y es nuestro elemento natural. Así ha sido desde hace miles de milenios, y así será siempre.
Hayk me acompañó varias lunas, y cuando se fue me quedé sola más a gusto. Las sirenas como ella son muy buena compañía, y nos enriquecemos mutuamente, pero nos sentimos mucho mejor cuando estamos solas, buscando las profundidades del océano majestuoso, disfrutando de las corrientes de agua que nos llevan, indolentes, en cualquier dirección, a veces hasta un banco de peces donde o bien saciamos nuestro apetito, o bien los pastoreamos, o bien los atravesamos en silencio sin molestar ni ser molestadas.
Los tiburones y delfines se acercan o se alejan de nosotras según su experiencia. Los primeros saben que a veces atraemos con nuestros cantos a los pescadores, y cuando hemos saciado el apetito, lo que queda es para ellos. Los delfines dan más juego. Se acercan a nosotras y frotan su lomo contra nuestro cuerpo. Es muy agradable, a veces excitante. Juegan con nosotras, y subimos con ellos a la superficie.
En muchas ocasiones disfrutamos de una buena tormenta. Los humanos las temen porque si se caen al mar se ahogan y se mueren, pero nosotras ya estamos en el agua, y no nos ahogamos. Saltamos de ola en ola, emuladas por los delfines. A veces luchamos con ellos, llevándolos al fondo, pero luego los soltamos para que puedan subir a tomar su aire fresco y no se mueran. Porque ellos en realidad no son peces. Son mamíferos y respiran aire puro por medio de un pulmón. Igual que el resto de los cetáceos, como las ballenas.
Y fue en uno de esos juegos cuando lo volví a ver. Iiik venía cabalgando un delfín, con una pierna a cada lado del lomo del animal. No usaba bridas para guiarlo, porque era mucho más efectivo el control mental que ejercía sobre su improvisado medio de transporte. Y porque las sirenas no usamos bridas, ni montamos en los delfines como si fueran caballos. De hecho nadamos más deprisa que ellos.
Siguiendo un viejo rito humano, se apeó en marcha del delfín y me dio un abrazo. Yo le dejé hacer y aún colaboré en el abrazo hasta que él lo aflojó. Nos retiramos un poco para mirarnos, cogidos de las manos. Permanecimos así varios segundos, hasta que no pude evitar decirle:
Él escuchaba con atención, en silencio, asimilando lo que oía.
La transformación de Iiik en tierra era mucho menos drástica que la nuestra. Sus pies en el agua se transformaban en aletas, pero nunca perdió las piernas ni sus atributos masculinos, aunque aprendió a ocultarlos dentro de su cuerpo cuando estaba en el agua. Pero, en contraste, cuando se excitaba podía hacer crecer su glándula embarazadora en casi un metro de longitud fuera de su cuerpo. Eso era suficiente para llegar al aparato reproductor de cualquier sirena, dentro del agua, a través de la pequeña hendidura horizontal que nos queda a la altura del vientre cuando se nos sustituyen las piernas por una gran cola de pez en el agua.
Por eso Iiik supuso un salto adelante en la evolución de nuestra especie. Tras embarazarme a mí en nuestro liquido elemento, di a luz a un sireno macho, como él, pero con cola como la mía, y sin embargo presentaba un sexo retráctil, como el suyo. Se corrió la voz entre las demás sirenas y muchas lo visitaban con el objetivo de ser madres.
Iiik no se escondía, y la relación de sexos en nuestra especie con el tiempo fue de diez hembras por cada macho. Empezamos a dar a luz en el agua, y luego llevar a las crías a tierra para que no se les atrofiaran los pulmones y pudieran seguir siendo anfibias.
No obstante, Iiik no podía tener sexo más que una vez al mes, al igual que sus hijos machos. Los sirenos pasaron de ser algo temporal a ser escasos, pero con atributos ocultos hasta que, pasado un mes o más, estuvieran a punto para ser utilizados otra vez. Por eso el ayuntamiento entre sexos pasó a ser con finalidad de reproducción en exclusiva, y no como los humanos, para los que la función secundaria es la primaria y viceversa. Por eso nosotras solo lo hacemos cuando queremos ser madres, y por lo tanto tenemos que calcular bien la fecha en que podemos tener éxito.
Iiik siguió navegando por nuestros mares, ya libres de la humanidad desde que esta se suicidó en una de sus guerras estúpidas. Ahora él es el repositorio de dos mundos, el marino y el terrestre, y nos cuenta cosas de cuando era humano y de sus deseos y motivos de entonces y de ahora, el mundo maravilloso del mar.
Pero alguna vez piensa en aquel mundo que conoció en la etapa más breve de su vida, y se le escapa una lágrima que la corriente marina se lleva, ignorada, pues aún conserva sentimientos por la gente de su primera juventud, sus amigos, su esposa, y sus hijos…, que siguen existiendo porque permanecen en su recuerdo.
Y él sonríe, asintiendo. Y se aleja con nadar pausado, lento, a retozar con sus hijos, con sus amigos, con sus sirenas. Pero siempre vuelve con su Serena.
Este libro nos acerca al mundo mítico de las sirenas, y a lo que le ocurre a un inocente bañista cuando lo encuentra una de ellas.
Desde las aventuras de Ulises en su famosa Odisea, y en los albores de la literatura, nos encantan las sirenas con sus cantos, que dicen que atraen a los navegantes hacia su destrucción. Mas esta sirena que nos cuenta su historia no atrae a un inocente bañista con sus cantos, sino que se lo encuentra en una playa olvidada y se lo lleva a su mundo, que le presenta, y a pesar de su resistencia inicial, le muestra su naturaleza, que le revela en toda su crudeza, pero también en toda su maravilla. ¿Alguna vez ha pensado usted cómo sería su vida si pudiera respirar y vivir debajo de las aguas del mar? Porque es cierto que en la superficie el viento y las mareas nos pueden gastar malas pasadas, pero allá abajo, en el fondo, todo es calma chicha, y uno puede tumbarse en el mullido colchón de la arena profunda y ver las cosas caer desde arriba.
Espero que la lectura haya sido placentera y abra la mente a un nuevo mundo, que está en este.