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Siempre joven,
de
Jesús Ángel de las Heras Jiménez

Presentación. English Esperanto

Desde 2016 he presentado al público 15 libros para lectura gratuita. Hora es ya de hacer un recuento y una reflexión sobre si este proyecto ha merecido la pena. Y veo que sí, que me han leído 39211 personas en el momento de escribir esto. Por lo tanto no ha sido un esfuerzo baldío, dado que el principal objetivo de todo escritor es que la gente lo lea, bajo las circunstancias que sean. Otros esritores escriben para ganar dinero, pero lo deseable es que los lectores lean,  no que paguen. El dinero ya llegará como consecuencia inevitable si al conjunto de lectores le ha gustado lo que ha leído.

Siempre joven. En 2021 publiqué en el periódico VegaMediaPress, de Murcia, la novela Siempre joven, pero por desgracia hace un mes que su director pasó a mejor vida, y su periódico desapareció. Por eso he decidido presentar este libro como El libro del año 2024 en mis tres lenguas, esperando que guste a los lectores. Las versiones inglesa y española deberían desaparecer al final del año, pero por haber estado disponible esta última para lectura gratuita durante estos tres años, he decidido dejarla gratis para siempre en memoria de mi amigo Jesús Pons Guillamón, director de VegaMediaPress durante 21 años.

Como siempre, pido de la benevolencia de los lectores, que esperen a que vaya poniendo cada capítulo, pues voy traduciendo al inglés y al Esperanto cada uno de ellos, hasta dejarlos en la web para siempre. Pero el lector impaciente —y el que quiera colaborar de alguna manera a mi quehacer literario— puede hacerse con el libro completo en Amazon de modo inmediato. El año que viene pondré otro libro a libre disposicón, como siempre solo hasta el 31 de diciembre.

El Índice es como figura a continuación: English Esperanto

  1. Una pesca para la eternidad.
  2. Nostalgia.
  3. Bisabuela.
  4. Mi último paseo.
  5. Problemas familiares.
  6. La segunda visita.
  7. Tiros, palos y puñaladas.
  8. Fabián.
  9. La hora de la verdad.
  10. La tercera visita.
  11. Vuelta a casa.
  12. El señor doctor.
  13. Elena.
  14. La eterna alternativa.
  15. El secreto.
  16. Depende... ¿de qué depende?
  17. Misión: la caza.
  18. El pacto.
  19. El secreto de Sint.
  20. El rescate.
  21. La Reina conoce al Dios de los dioses.
  22. Conclusión.
© 2020 de Jesús Ángel de las Heras Jiménez. Ninguna parte de este texto se puede copiar sin permiso previo escrito del autor. 

1 Una pesca para la eternidad. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Esta historia tiene algo que ver con el mito de la Bella y la Bestia, tantas veces llevada a la literatura (y de esta al cine), cuyo máximo exponente, a mi juicio, es la joya literaria del francés Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, en la que el feo jorobado Quasimodo se enamora de la bella gitana Esmeralda. En nuestro relato la protagonista es una mujer atractiva oriunda del norte de España que un buen día se tiró al río Sella desde un puente con la idea de suicidarse. La corriente era rápida, y ella estaba en el centro del río, de modo que cuando se arrepintió de la barbaridad que había hecho, ya no había vuelta atrás: inútil luchar contra la corriente del río, tan irrevocable como la ley de la gravedad que le había impedido volver al puente cuando vio, en un destello de lucidez y aún en el aire, que aquello estaba mal, que se la llevaba rumbo a los meandros que, unos kilómetros más allá, contenían esas piedras que le aplastarían el cráneo o la atontarían hasta la pérdida de la consciencia que la llevaría a la muerte por ahogamiento.

Quinientos metros río abajo desde el puente se encontraba un hombre pescando, pero sobre todo contemplando la corriente que discurría a gran velocidad, absorto en esa maravilla de la Naturaleza, cuando vio que había enganchado algo. Y muy grande, tenía que ser pues casi le arrancó la caña de las manos. Se apalancó en el suelo justo detrás de una roca para no ceder su presa al Sella, cuando vio que lo que había pescado no era un pez común, sino que más bien parecía una sirena. Sacando fuerzas de su alma, porque él era más bien enjuto, bajito y poca cosa, resistió como pudo, no ya para sacar la pesca del agua, sino para que se fuera acercando a la orilla, cosa que consiguió al poco, al menos lo suficiente para que ella misma se agarrara a las ramas de los árboles que iban a dar al río.

Cuando vio que ya no le hacía falta el anclaje fortuito a aquella chica, dejó la caña en el suelo y fue a ver aquel prodigio.

El hombre observó a la mujer con curiosidad: ¿se cayó, la empujaron, o se tiró ella misma? Era una mujer hermosa, de alrededor de treinta años, rubia, alta, mucho más que él, y a pesar del enorme estrés recién sufrido, parecía muy sana…

De pronto aquella mujer se puso a chillar como una loca, tocándose el vientre. El hombre también se lo tocó, y enseguida se dio cuenta del problema: aquella mujer estaba a punto de abortar. Le subió la falda y le quitó la ropa interior, y con cuidado tomó en su mano lo que aquella mujer estaba expulsando: un feto de dos meses, a juzgar por el tamaño, de apenas tres centímetros. Pobre, nunca sería una persona. No se le podría salvar. Hombre práctico, lo tiró todo al río, incluyendo la placenta. Contra su voluntad, porque creía que la quería ahogar, el hombre consiguió devolverla al río, totalmente desnuda, donde la hundió hasta el cuello. No es que ella fuera fuerte, porque en aquel momento ella estaba exhausta, sino porque el pobre hombre era delgadito, pequeño, poquita cosa, y además ya tenía su edad. Pero el río se fue llevando la sangre de aquella muchacha, la fue limpiando, y el frío de las aguas le cortó la hemorragia. Luego, con mucho esfuerzo, la sacó del agua y la arrastró hasta su vehículo. Y antes de marcharse volvió a recoger la ropa de la recién abortada. Y se la llevó a su casa.

El hombre estaba muy serio.

Ella observó la habitación: era obscura, tenía una ventana por donde entraba la luz del Sol. Había una mesa y una silla, donde estaba sentado aquel hombre tan peculiar. Ella tenía que estar muerta, pero ahora se veía en un lugar desconocido junto a un desconocido, bastante feo, que le había salvado la vida. Y no sabía si escupirle o abrazarle. El hombre era muy bajito, calvo del todo, sin pelo en las cejas ni pestañas en los ojos, de un color indefinido. Pero eran muy claros, aunque se notaba que no era albino.

El hombre recordó que la muchacha estaba desnuda debajo de aquella sábana. Asintió y salió de la habitación. Regresó poco después con una bata amplia que puso sobre la cama.

Salió de la pieza, y cinco minutos después salió ella y se encontró con un tazón de leche, unos bollos, algo de pan y dos huevos fritos.

Tras la breve comida, ella le contó que un soldado la había engañado durante semanas, y cuando supo que ella estaba embarazada, el soldado se evaporó. Por eso se había tirado al río para matarse y así acabar con todos sus problemas.

Ella sonrió, no vio peligro alguno en aquel pequeñajo tan buena persona. Se le veía la bondad en la cara, aunque era muy rara. Además, ella ¿adónde iba a ir? ¿A casa de sus padres, después de lo que había pasado? No tendría el valor para mirarles a la cara. Además ya faltaba varios días de casa. El ofrecimiento de aquel ser que no parecía real le resolvería las cosas por el momento.

Y la bella se quedó en la casa de aquel hombre tan extraño, a caballo entre la bestia del cuento y el enano gruñón de Blancanieves.

Pero tuvo un problema cuando quiso salir al exterior. Sí, atravesó la puerta de la calle sin problemas, pero cuando quiso pasear alrededor de ella, notó que algo se lo impedía. Se veía una llanura desértica en todas direcciones de una arena amarronada. El cielo estaba negro y el Sol brillaba intensamente. Y aquello la asustó mucho.

Tanto, que chilló llamando a su salvador:

Se montaron en un carro muy extraño. Tan extraño que no tenía ruedas. En realidad era una caja de una madera muy rara. Se encerraron en ella, y unos minutos más tarde notó como si tiraran de ella hacia abajo. Él abrió una puerta, y salieron ante una casa rural de dos pisos, cera del río Sella, donde ella casi muere.

Allí pasaron muchos años. Él la enseñó a leer, a escribir, historia, biología, matemáticas… Mucho más de lo que los hombres aprendían en aquella época, por no mencionar las mujeres. También la enseñó a tocar el piano y a desarrollar una sensibilidad por el arte como no había visto en nadie. Parecía mentira que aquel tipo tan poco agraciado supiera tanto. Con razón la había salvado de las aguas, y había hecho que se recuperara. Nunca se había sentido ni la mitad de bien de salud como desde que estaba allí, con aquel hombre. Le enseñó a hablar en inglés y en italiano a la perfección. Lo único que no sabía era cuánto tiempo había estado allí, en aquella casa de campo.

Hasta que él decidió que ya estaba preparada para la vida en sociedad, y le cedió una casa que tenía en el centro de Madrid, y una cuenta corriente en la que había dinero para vivir varios años, hasta que ella se pudiera ganar la vida.

Pero cuando compró el periódico, vio que había pasado con el hombre feo, como ella lo llamaba, veinte años. Y sin embargo, al mirarse en el espejo, vio que tenía el mismo aspecto que el día en que se había querido matar. ¿Qué pasaba? Ella tenía ahora cincuenta años pero aparentaba treinta.

Pensó intensamente en su salvador, al que conocía por ese nombre, Salvador, cuando tocaron suavemente en la puerta.

El hombre miró al suelo, como hacen los niños cuando se les pilla en una travesura.

Ella le dio un abrazo, y quedó un largo rato sollozando sobre el hombro de aquel enanito tan bueno y tan capaz de todo. De haber sido alto y guapo habría sido el príncipe azul que todas las mujeres han soñado alguna vez. Pero tenía razón: quería aprovechar la vida, vivir una vida feliz desde el punto en que la dejó, ahora que estaba tan bien preparada, veinte años después.

Corría el año 1890. Se fue a Arriondas, y aún pilló a sus padres en su vejez. La tomaron por su hija, claro está. Pero sus otros hijos les dijeron a los vejetes que no era posible. Ella misma le explicó que era la hija de la que se fue. Les explicó por qué se fue, y les contó una historia curiosa, de que se había intentado matar, pero que un hombre bajito y feo la había rescatado y se había casado con ella, teniendo luego a una hija, que había decidido no morir sin haber visto sus raíces. Los pobres vejetes lloraron de emoción, lamentando que su hija no les hubiese confiado su problema. Quizá todos habrían sido mucho más felices, a pesar de las habladurías del pueblo.

Uno de los mozos del pueblo, Enrique, se enamoró de Eufrasia nada más verla. Le pidió relaciones, fue a pedirle la mano a los vejetes, que ya que no pudieron dar la de la hija, le dieron la de la nieta. Pero al cabo de treinta años, en 1920, él le preguntó que por qué ella no envejecía. Y ella le contó la verdad. Él rechazó la idea, le dijo que era una bruja, y que él no quería tratos con el diablo, y abandonó la casa. Ella tuvo que salir adelante con su hijo, cuando él manifestó su deseo de estudiar la carrera de médico, se lo llevó a Madrid, y la estudiaron los dos juntos. Él se hizo especialista en enfermedades del corazón, y ella se hizo psiquiatra. Con los años se fue a visitar a su marido, que había enfermado y estaba recluido en un establecimiento del estado. Cuando la vio empezó a vociferar y se tuvo que ir ella de allí. Al día siguiente le dijeron que había fallecido. Aprendió aquel día que no todo el mundo estaba preparado para la verdad. De hecho casi nadie lo está.

Meses más tarde se despidió de su hijo y se fue a trabajar con Médicos sin Fronteras durante más de veinte años, en diversos lugares del mundo. Acabó en La India, donde conoció a un hombre muy apuesto, James Carter, con el que se casó. No sabía que uno de sus cuñados era un agente de la CIA que tenía de tapadera precisamente a su familia y su trabajo de hombre de negocios. El pobre James murió tres años después, y ella se fue a trabajar con Médicos Unidos por el Mundo, sucesora de MSF, cambiando de lugar de vez en cuando, siempre pidiendo trabajar en localidades muy pequeñas en que no hubiese más médico que ella.




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2 Nostalgia.English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Ansias de inmortalidad tenemos todos desde que nacemos, sobre todo cuando somos conscientes de que la muerte existe y de que algún día nos vamos a morir. Aquel día tan soleado yo me encontraba nadando en la playa frente a la casa que le había legado a mi nieta Jezabel. El cielo azul no tenía ni una sola nube, el mar era tan azul como el cielo que reflejaba; y allí no había nadie más en toda aquella playa de privilegio. Hacía años que nadie vivía allí, pero yo seguía cuidando mi casa. La casa que había comprado muchos años antes y que había heredado mi nieta cuando su madre, Isabel, murió a los 90 años, y su tío tres años después. Su hermano se había ido a Sudamérica y tuvo que pasarlo muy bien, porque no volvió a dar señales de vida. Mi nieta sabía de su hermano por las publicaciones que hacía, pues era escritor de fama y de vez en cuando regalaba a su público con una nueva creación. Pero personalmente llevaba muchos años sin saber de él. Triste vida la de mi hija Isabel, que tuvo un hijo desaparecido antes que ella. Yo me había ido de la ciudad sesenta años atrás, y por lo tanto ya no llegaba a tiempo de verla. Pero vería a su hija, mi nieta Jezabel.


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3 Bisabuela. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Era una viejecita adorable. Culta, serena, pintora retirada, con el pelo de nieve y la cara surcada por preocupaciones, alegrías y tristezas, pero nunca sin perder el buen humor; algo encorvada, pero a sus 96 años todavía totalmente independiente, viviendo con sus memorias, sus alegrías y tristezas de una vida plena y llena de amor. Un metro sesenta muy bien aprovechado.

Ahora ya no le quedaba nadie, o al menos eso es lo que pensaba ella. Hasta el día en que me presenté en su casa:

Como persona de bien y con buenos modales, antes de entrar le di un fuerte abrazo a aquella mujer tan encantadora, y le di un beso en cada mejilla, con un te quiero que se me escapó.

Le entregué el paquete. La pobre, en su emoción, no atinaba a abrirlo, así que se lo abrí yo y se lo entregué.

Yo también conocía el dicho de mi tatarabuela, y no era así. Era Dichoso el dinero que a su casa vuelve. Estaba claro que mi bisabuela había adaptado el dicho a las circunstancias…

Ella lo abrió, y allí estaba su dedicatoria: A mi tío Felipe, con cariño, por haberme animado a la lectura. El libro era Vuelo nocturno, del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry.

Yo había decidido quedarme a vivir con mi bisabuela, y cuando constaté que ella vivía sola, me afiancé en esa decisión. Hasta que llegué venía una trabajadora social todos los días para hacerle la comida y sacarla de paseo. Pero decidí liberarla de esa misión, y que atendiera a otro anciano que no tuviera un biznieto que lo quisiera para sí en exclusiva.

Pero hice algo más:

El fenómeno de los ocupas hacía décadas que estaba resuelto en todo el mundo, incluyendo en España. La legislación insuficiente que había habido se había cambiado con la llegada de dos partidos nuevos, según me había informado en mi tierra, Cuba, y ahora les salía más rentable a la gente trabajar y comprarse una casa que robársela a los que no la podían defender por sí mismos. Pero mi bisabuela, lógicamente, aún vivía en el siglo 21…

Al día siguiente por la tarde tomé el coche de mi tío Tomás, que no se usaba desde que el pobre había muerto hacía cinco años. Era eléctrico, y el motor aún funcionaba muy bien. Le di una carga lenta, de 24 horas, y realicé un viaje muy placentero, oyendo la emisora de radio favorita del abuelo Salvador de mi bisabuela, Radio Clásica, que era uno de los restos de aquella sociedad del siglo 20. Una hora después llegué al dúplex familiar, que convertiría pronto en chalet porque toda la barriada estaba en venta, y compré el dúplex adosado al mío. En realidad toda ella estaba en estado de ruina o semi ruina. Yo traje a un arquitecto de un pueblo cercano, y me dijo que el mío no estaba mal, y que se podía habitar, aunque él recomendaba que se hicieran unos cuantos arreglos para afianzar los muros, y hacerlo habitable. Arreglé con él que en una semana iniciase las obras, que durarían un mes escaso, y firmamos un contrato.

Entré en aquellas habitaciones tantas veces utilizadas por mí y por mi familia durante tantos años. Mi esposa no había querido volver por allí después de desaparecer yo, porque era su refugio, donde él estaba más a gusto, y aquello le causaba dolor de corazón. Precisamente lo arreglé por eso, para que mi nieta tuviera allí una segunda infancia, o tercera.

Me bañé en la playa, que se había quedado para mí solo, pues aquel era un pueblo fantasma en el siglo 22. Por la tarde volví a donde mi bisabuela, compré comestibles, y al día siguiente me llevé a Jezabel a donde pasó su infancia, o al menos parte de ella. Cuando entramos con el coche en el patio del dúplex, ella sonrió y me confesó:

Calculé mentalmente: hacía ya 84 de cuando iba ella por estas habitaciones registrándolo todo con su insaciable curiosidad, mientras su hermano se entretenía o escribía con su tableta electrónica, un juguete que luego sería una herramienta muy útil para la creación literaria.

Estábamos en el porche, desde el que se veía la extensa playa que había delante de nosotros. Las casas que hubo una vez delante de nosotros al fin habían sido expropiadas por el ayuntamiento y se había construido un paseo, pero tanto ese paseo como la carretera que lo separaba de nuestro dúplex habían sido invadidos por la arena, y ahora era nuestra casa la que estaba a pie de playa. Una playa de quinientos metros de espesor, pero nuestra al fin y al cabo.

Pero tanto le insistí que se vino a nadar conmigo.

Pasamos un fin de semana muy bonito. Cuando volvimos a la capital me dijo con la sonrisa en la cara:

Y me contó la historia de nuestra familia.

Aquella casa de la playa la había comprado su abuelo Salvador. Allí se retiraba a escribir desde que se jubiló. También le gustaba viajar, pero siempre volvía de sus viajes. Pero un día se fue de paseo, cuando ya tenía ochenta años, y ya no volvió. Su abuela nunca lo superó, a pesar de todo el amor de sus hijos y de sus nietos. Porque el abuelo se fue y no volvió. Su hijo Felipe le decía con frecuencia que gracias al abuelo ella había tenido aquella familia tan maravillosa. Cuando dejaron de buscar al abuelo supusieron que se había caído al mar y se lo había llevado la corriente.

La abuela había muerto a los cien años, uno más que su madre. Luego fueron desfilando los demás, mayores y menores que ella, y se quedó sola hasta que apareció un biznieto no se sabía de dónde, yo.

Mi bisabuela vivió conmigo aún diez años más. Yo le hacía la compra, la comida, la ayudaba a levantarse a pasear, le fregaba la casa, en fin, ejercía de fámulo para la mejor persona que había conocido en mi vida: mi bisabuela. Hasta que a los 106 años se despidió de mí. Se fue apagando poco a poco, como una vela a la que se le va acabando la cera.

Yo no le contesté. Las lágrimas no me dejaban.

Finalmente, con un hilillo de voz, le oí decir en un momento postrero:

Di un respingo. Así que estaba ella allí. Yo seguí la mirada de mi supuesta bisabuela, en realidad mi nieta, y dije con voz temblona:

Lloré por mi nieta y por su abuela hasta quedar agotado. Me hundí en el sillón donde había asistido a las últimas palabras de mi nieta de 106 años, yo, su abuelo que tenía el aspecto de apenas veinticinco. ¿Qué había pasado noventa y tres años antes?


4 Mi último paseo. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Había ocurrido noventa años antes, en realidad. Mi nieta Jezabel tenía entonces apenas 16, y yo ya peinaba las canas de los ochenta años cumplidos, según mi yerno adentrándome en la década novena de mi vida.

Tenía yo un organismo muy desgastado. Todos los días tomaba diez pastillas: para la tensión, el azúcar, el corazón… Yo tenía gran actividad intelectual, sin embargo. Leía mucho, escribía para varios periódicos de varios países, daba conferencias de tarde en tarde, y cuando se me ocurría tocaba un rato el piano o la guitarra, pasiones de mi senectud y juventud, respectivamente. Pero arrastraba mi cuerpo cansado de acá para allá. Olía que mi fin estaba cerca.

Fue en uno de mis paseos por la playa, de hecho el último, al rayar el alba, cuando me encontré a aquel hombre tirado en el suelo. Algo le pasaba. Era muy delgado y estaba muy pálido, no tenía pelo ni en la cabeza ni en las cejas, y estaba inmóvil, aunque yo veía que respiraba, con dificultad. Me acerqué a él y le pregunté que si se encontraba bien. No me respondió, así que le toqué la frente a ver si tenía temperatura, y la muñeca para sentirle el pulso. No bien hice lo segundo cuando dio un bote, se medio incorporó y me miró con aquellos ojos sin color, con una mirada asustada que me dio mucha lástima.

Aquel hombre siguió mirándome, y al final me sonrió. Fue una sonrisa sin labios, sin color, pero su boca se curvó en una sonrisa y sus ojos sonreían también.

Entonces señaló hacia detrás de mí. Me volví y vi algo detrás de unas palmeras que crecían en la playa. No se veía qué era, pero había algo.

Asintió con la cabeza sin dejar de señalar hacia allí con aquella mano tan blanca que entonces constaté que tenía solo tres dedos: pulgar, índice y meñique.

Dejé mi bastón en el suelo y lo tomé en brazos. Me sorprendió que pesara tan poco, apenas unos siete kilos, cuando por su estatura debería pesar siete u ocho veces más.

Lo que vi detrás de las palmeras me sorprendió mucho. Era una especie de máquina de un metro por metro y medio por dos metros. Aquello no podía estar ocurriendo, ¿qué demonios era esa cosa? Pero el hombre, al ver que me había detenido, me tocó el hombro de nuevo y me señaló la cosa.

Al llegar a ella, se abrió una pequeña puerta por la que yo no cabía, pero él sí. Lo introduje dentro y me quedé fuera. El hombre me sonrió, y se puso en pie allí dentro. La puerta se cerró y yo me retiré unos metros hacia atrás. ¿Qué pasaría ahora?

Le hice el gesto universal de la paz, el saludo indio, levantando la palma de la mano hacia él. Me senté en el suelo, y debí quedarme dormido, porque horas después, con el sol luciendo ya alto en el cielo, lo vi sentado en el suelo frente a mí, con aquel ingenio a sus espaldas. Me hizo el saludo indio y me sonrió.

Si aquel ser era un marciano o similar, me extrañó mucho que hablara mi idioma.

Miré a aquel ser con incredulidad. ¿Cien años? ¿Yo con ciento ochenta años de edad?

Entró en su vehículo y salió con una especie de caja de zapatos de reducidas dimensiones. Abrió la cara más próxima a mí, y me dio de lleno con una luz amarillenta que me abarcaba desde la cabeza hasta los pies, atravesando mi ropa y mis zapatos como si no estuvieran. Sentí que me picaba cada célula de mi cuerpo a la vez. Al principio había sido un cosquilleo, pero había ido subiendo en intensidad hasta que sentí que estaba ardiendo como una antorcha.

¡Bonita manera de agradecerme salvarte la vida, Sint!, pensé justo antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

Cuando me desperté encontré a Sint inclinado sobre mí. Me estaba aplicando un masaje con otro aparato raro que no acertaré a describir. Además, yo estaba mareado y tardé en salir del estado de estupor en que me encontraba.

En cuanto entró en su aparato, este se fue haciendo transparente poco a poco hasta que desapareció del todo. Entré en el lugar que había ocupado, y no sentí nada con las manos. Allí no había nada.


5 Problemas familiares. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

No sé qué me había hecho mi nuevo amigo, pero yo me sentía muy bien, con fuerzas, como no me había sentido desde hacía muchos años. Pero no me creía nada de esos disparates que me había dicho Sint. Recuperé mi bastón del suelo, y volví con él apoyado en mi hombro, como si fuera una escopeta de las de la mili. Por lo que yo recordaba, me había caído y me había quedado inconsciente durante varias horas, y había soñado con un bicho raro pero amable que me había hecho vivir una fantasía. Todo había sido un sueño. Bonito, pero sueño.

Llegué a mi casa y fui al servicio. Me di cuenta que llevaba varias horas sin hacerlo, y eso me extrañó. pero más me extrañó lo que vi en el espejo: no tenía ni una sola cana en el pelo. Ni una sola arruga. Me miré las manos: igual, sin arrugas. Con buen color, mucho más tostadas que antes.

¡No puede ser!, me dije.

Me desnudé y me observé bien en el espejo. La imagen que me devolvía era la de un hombre de veinticinco años. ¿Cómo era posible? ¿Aún dormía aquel sueño? ¿Cómo se lo iba a explicar yo a mi esposa?

Me dio un verdadero ataque de pánico. Me vestí y salí a dar un paseo. Necesitaba pensar. Así que la vida sana tenía complicaciones… Me condenaba a quedarme sin familia. No creo que lo aceptasen. Me senté en la terraza que hay delante de mi casa. Al rato pasó por allí mi esposa.

—¡Salvador! —me dijo. —¿Cuándo has venido?

Del mal el menos: me confundía con nuestro nieto, que había emigrado a Sudamérica hacía diez años.

—Hola, abuela —la saludé. —te quería dar una sorpresa.

Mi nieto y yo nos parecíamos mucho, con las lógicas diferencias de los casi sesenta años que nos llevábamos. Le seguí la corriente.

—Qué contento se va a poner tu abuelo. ¿Y tu equipaje?

—Tuve mala suerte, abuela. Me lo han perdido los del avión. Me lo enviarán en unos días, o me lo pagarán.

—Bueno, bueno, venga, vente conmigo a casa y me lo cuentas todo. ¡Qué bien! Voy a hacer una paella para celebrarlo.

Pero la paella la hice yo. Ella ya no estaba para esas cosas, para estar de pie a sus casi ochenta años durante tanto rato. Ella se sentó y me iba diciendo lo que tenía que hacer, y yo lo iba haciendo.

Llamó por teléfono a Isabel, mi madre, y al tato Felipe y su familia, que vinieron por la tarde a ver a Salvador. Pero mi madre vino en cuestión de minutos. Los demás fueron llegando, de modo que sólo faltaba allí mi abuelo Salvador.

Por lógica, el abuelo no volvió nunca. Mi abuela puso una denuncia y lo buscaron por todas partes, pero nunca lo encontraron. Supusieron que se lo había llevado la marea, si cayó al mar por alguna causa.

Mi madre quería que yo me fuera a su casa, pero yo le dije que no me separaría de mi abuela, porque la veía muy triste y la quería cuidar yo. Que se viniera ella a vivir con nosotros si quería estar conmigo.

Ignoro lo que pasó por la cabeza de mi hija (que pensaba que era mi madre), pero se le escaparon un par de lágrimas.

—Hijo mío, nunca imaginé que quisieras tanto a tu abuela.

—Es que el abuelo ha desaparecido. No la voy a dejar solita.

—Vale, vale. Vendré todos los días.

Así fue como entre mi madre y yo cuidamos a mi esposa durante sus últimos veinticuatro años de vida.

El día que murió, siete horas antes de que la vida se le escapara como agua que se agota en un depósito, tuvo un destello de clarividencia:

—¡Cómo te pareces a tu abuelo! Si hasta diría que eres él.

Y yo bajé la guardia:

—Lo soy, amada esposa.

Me miró y sonrió:

—¡Qué bromista, Salvador! Pero sí, tienes sus mismos ojos… Su misma mirada…, su misma forma de hablar… Pero no tienes su malhumor… Sus rarezas… Estás pendiente de mí…, como estaba él cuando nos conocimos.

—Abuela, yo soy para ti lo que tú quieras. Porque yo te quiero. Y lo sabes muy bien.

Mi abuela levantó la mirada, y yo me volví: allí estaba mi madre. ¿Cuánto había oído?

Seguramente lo suficiente, pues tenía agua en los ojos.

Me quedé con mi madre varios años, hasta que empezaron a molestarme las miradas y los comentarios de familiares y amigos, que decían que yo tenía un pacto con el diablo, pues no tenía ni una sola arruga ni una sola cana a mis 40. Lo decían como en broma, con sorna, pero cargados de envidia. Así que decidí ir a buscar al verdadero Salvador, mi nieto.

—Mamá —le dije —tengo que volver a Brasil. Allí me dejé algunas cosas sin resolver. Y recuperaré mi trabajo. Sabrás de mí con frecuencia.

No le hizo mucha gracia, pero lo aceptó de buen grado. Papá había muerto tres años antes, de una enfermedad rara, una especie de neumonía sin síntomas, y al irme yo se quedaba sola con mi hermana Jezabel, que se casaría en breve.

Durante los siguientes veinte años hablé con ella casi todos los días por teléfono o por videoconferencia. Hasta que un día Jezabel me dijo que mamá ya no está.

En Brasil busqué a mi nieto Salvador. Mientras, me dediqué a los negocios, a la compra-venta, aprendí varios oficios, no todos ellos respetables, y cinco años después de haber llegado me encontraron dos matones que se extrañaron mucho de verme.

Tras liarnos a mamporros y dejarlos K.O., al despertase estaban amarrados a un poste, y yo les interrogué.

—¿Por qué me habéis atacado?

—¡Tú estás muerto!

—Vaya, hombre… No estáis en situación de amenazar.

—No, no, que nosotros ya te matamos.

—¿A mí? ¿Cuándo?

—Hace veinte años.

—Pues ya veis que no.

—Te cosimos a puñaladas y te tiramos al río con un saco de cemento atado a las piernas.

—Pues ya veis que me curé y volví a nado. ¿Por qué me matasteis?

—Fue un encargo de Paco El Gordo.

Tras un largo interrogatorio me contaron toda la historia. Mi pobre nieto había conseguido un buen trabajo en São Paulo, pero fue testigo de un crimen, y los mafiosos lo asesinaron para que no hablara. Me dijeron el nombre real de Paco El Gordo y dónde localizarlo.

Los dejé atados al poste y me fui de allí. Llamé a la policía y les di todos los detalles del asesinato de mi pobre nieto, que para aquellos canallas había vuelto de la tumba para vengarse. Por eso me lo habían contado todo. La policía fue a rescatarlos, los detuvo a ellos y a Paco El Gordo, pero luego los dejaron en libertad por falta de pruebas.

Seguí el caso con interés. Vi que la ley no me daba justicia. Por eso un buen día reuní a Paco El Gordo con aquellos dos miserables. Los había narcotizado a los tres con cloroformo y los deposité en un garaje donde nadie los vería.

—Así que los señores criminales se van de rositas…

—¡Tú! ¡No nos mates!

—¿Por qué no?

Les mostré dos pistolas que había dejado en el suelo, en cada extremo del garaje.

—Ninguna tiene balas —les dije. —Voy a tirar una bala un lado y la otra hacia el otro. Cuando haya dos muertos, dejaré irse al tercero, libre de cargos.

Y me retiré fuera de su vista, protegido por la penumbra.

Aquellos tres miserables salieron corriendo. El Gordo echó mano de una pistola, pero uno de aquellos dos, el más bajito, echó mano de otra y salió corriendo a por la bala. El otro había cogido la bala antes. Oí un tiro, y El Gordo cayó al suelo. Los otros dos se liaron a puñetazos, queriendo uno quitarle la pistola al otro, y este a aquel la bala. Finalmente el más bajito se hizo con las dos cosas y mató al otro.

—¡Gané! —dijo triunfalmente el bajito.

—Sí, es verdad. Ellos han muerto y tú estás vivo. Se ha hecho justicia.

—Sí, ya te has vengado.

—Te dije que dejaría vivo al que sobreviviese, ¿verdad?

—Sí, lo dijiste.

—Te mentí —le dije. —Un mierda como tú no se merece la verdad.

Le metí un cuchillo en la garganta y lo degollé. Me fui de allí tras rematarlos a los otros con el cuchillo.

¿Qué me había pasado? ¿Me había convertido en un asesino? Bueno, acababa de hacer justicia. También había pasado el Rubicón, a mis veinte años de mi nuevo estado, había quemado mis naves de forma rotunda. Estaba duro por dentro. Y llorando por fuera. Salvador, Salvador. Ahora yo sería Salvador. Mi nieto Salvador.



6 La segunda visita. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Ya habían pasado otros diez años. Yo me dediqué a diversos oficios en Brasil, no todos confesables, pero fui haciéndome con cierto capital, de modo que no tuve necesidad de trabajar de modo regular. De entrada me quedé con el negocio de El Gordo hasta que reuní una fortuna más que suficiente para vivir yo solo, y después denuncié a toda la organización a cambio de inmunidad, a la DEA norteamericana, que forzó al gobierno de Brasil a meterlos en la cárcel a todos, incluyendo a los doce policías que habían colaborado con aquel pequeño emporio de la droga. Les di pruebas suficientes sobre todos los asesinatos que habían cometido, lo cual les resolvió muchos casos cerrados en falso.

Y por fin, a los cien años de mi puesta a punto de nuevo estuve en aquella playa, esperando a Sint.

Puntual hasta el segundo, el alieno o lo que fuese apareció con su vehículo detrás de las mismas palmeras que la otra vez.

En aquel momento recordé las últimas palabras de mi nieta, Abuelita Loles… Pero podría haber sido sólo el fruto de la debilidad de su cerebro que ya se apagaba.

Esta vez la luz de aquella caja de zapatos era de color naranja. Pero no sentí nada.

Sacó una pistola terráquea y me pegó un tiro en un brazo.

Ante mi asombrada mirada el dolor fue disminuyendo a medida que la herida se iba cerrando hasta que el brazo quedó como si no me hubiera disparado. Todo acabó en dos minutos.

Sí, allí estaba, a unos metros detrás de mí. La bala se había incrustado en la arena. La saqué y vi que no estaba muy deformada. Recordaba aún la forma de supositorio.



7 Palos, tiros y puñaladas. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Con sed de experiencias, conseguí una identidad nueva —fingiendo que había perdido la memoria— en una comisaría de la policía francesa. Me dieron la identidad de un joven que había desaparecido hacía unos años y no había vuelto a aparecer, Dominique Dupont, provisionalmente hasta que recuperase la memoria, y un nuevo número de identidad. Preguntado que qué quería hacer, dije que me gustaría ser policía, ya que me habían tratado tan bien. Los servicios sociales se hicieron cargo de mí, y tras varios meses de preparación, accedí al curso de capacitación, y un año después ya era gendarme de la Police en la comisaría central de Marsella.

Los cinco años que pasé en la policía francesa me dieron mucha experiencia de la vida. En Marsella hay muchas bandas de criminales que venden droga y cometen asesinatos. Aquello me dio la oportunidad de verme en medio de tiroteos en que el único superviviente era yo, o casi. Aquella gente tiraba a matar, y cuando se quedaban sin balas se rendían. Si mis compañeros estaban fuera de combate, yo no dejaba a ninguno de aquellos cobardes con vida. Ahora que sabía que mi vida tenía una prórroga inusitada, aprendí a valorar la de los demás, sobre todo porque las veía tan cortas, y por lo mismo no tenía compasión con los que no le daban valor a las vidas de los demás.

Durante gran parte de mi experiencia como policía tuve de compañera a aquella muchacha, Dominique DesPoints, una mujer algo apocada que se empeñaba en demostrarse a sí misma que valía para el oficio, día a día. Yo le recomendaba calma. Que más valía dejar a un chorizo suelto que encerrar a un inocente, pero que si estaba segura de que era un criminal, que no tuviera compasión. Eso lo vio ella aquel día del banco. Aunque yo di por muertos a mis tres compañeros, ella aún estaba consciente, si bien al llegar los sanitarios se hizo la dormida. Cuando se repuso de sus tres heridas de bala, antes de reincorporarse, me citó en una terraza junto al puerto, y me confesó su estupor:

Pero Dominique no dejó la policía. Por consejo del psicólogo, ya que volvía, incluyó en el informe que debería patrullar con el otro policía que sobrevivió al tiroteo, para que se sintiera segura. Y así estábamos patrullando juntos de nuevo, recuperada en lo físico y quizá también en lo psíquico. Pero algo había cambiado en ella. Ahora era más cauta, más reservada todavía, más observadora, y sobre todo más desconfiada.

Yo sonreía. Aquello ya empezaba a ser un mantra. Pero me hacía mucha gracia. Me acostumbré a estar con ella todos los días de patrulla, o haciendo papeleo. En los días libres me parecía que me faltaba algo, y cuando nos volvíamos a ver nos lo contábamos todo. Bueno, yo se lo contaba casi todo. No le contaba, por ejemplo, que me iba a garitos clandestinos con una barba y bigote postizos, y que así, a base de jugar al póker me fui formando una fortunita, y me enteraba de muchos trapos sucios que me podrían ser de utilidad después.

En una ocasión descubrieron que yo era de la pasma, y me pegaron dos tiros, uno en la cabeza. Cuando me iban a meter en una bolsa para tirarme al mar, le di una patada en la garganta al que me había disparado, le quité la pistola y me cargué a los cuatro, porque eran unos mierdas y porque me habían matado, y además para que no se lo contaran a los demás. Me había costado mucho hacerme esa tapadera para perderla por aquellos cuatro cretinos. Los metí yo a ellos en el saco y cogí prestada la motora que tenían para estos menesteres y los tiré yo a ellos en mitad de la bahía con los respectivos sacos de arena atados a los pies, y además me llevé toda la pasta que llevaban encima, y después reventé la caja fuerte y me llevé lo que había dentro. Para cuando las cuerdas que los ataban a los sacos se pudrieran ya habrían sido pasto de los peces.

Al día siguiente de que me mataran aquellos mafiosos estaba yo tan fresco como una rosa.

Ella abrió los ojos de par en par. Luego sonrió y aceptó:

Aquello me dio que pensar. O me la quitaba de encima, o me la ponía debajo. Era una mujer hecha y derecha de unos treinta y cinco años, con varios años de servicio y muy dura. Llevábamos patrullando juntos ya tres años, y yo lo sabía todo sobre ella, o casi. De tez muy blanca, pelo castaño recogido en moño, algunas pecas, ojos marrones grandes, cuerpo atlético, senos medianos, poco culo y piernas largas, ni gorda ni flaca, era una buena compañera y seguramente un encanto en la vida normal.

Ella eligió la película Era una bastante antigua, Harry el sucio.

Estaba claro que aquella película era parte de su investigación particular sobre mí.

Durante casi una hora diserté sobre las virtudes y defectos de Poirot, mientras ella me observaba en silencio. Desde el tiroteo en el barrio se había vuelto más callada.

Pero me hacían mucha gracia sus insinuaciones. en especial lo que me hacía gracia era ella misma. Sí, me gustaba.

Se le veía impresionada.

Tenía una cara rara. No sabría decir si enfadada, traicionada, complacida, halagada, era la manera en que se sentía. Yo no había metido la pata. Solo quería tenerla cerca. Conocer hasta dónde había sospechado, cuáles eran sus teorías.

Ella hizo algo que me sorprendió: pidió otro compañero. Dijo que con tantos años juntos ya se había cansado de mí. También pidió el traslado a Lyon, donde vivían sus padres.

Mi nuevo compañero, Jean Paul, era un joven muy gracioso, siempre de cachondeo. Le dio por llamarme jefe y así me quedé. Los demás compañeros tomaron la broma como ingeniosa y pasaron a llamarme así también. Al final yo mismo me acostumbré y adopté el mote.

Aunque no me lo confesaba a mí mismo, yo echaba mucho de menos a Dominique DesPoints. Ni me había escrito ni me había llamado desde que se fue, y yo tampoco lo había hecho. En realidad me había enterado del cambio cuando llegué a la prefectura y me encontré con Jean Paul en lugar de con ella. Fue una despedida a la francesa. Quizá ella pensase que había dado con mi secreto y no le gustó, lo que quiera que se hubiese imaginado.

Un día nuestro jefe de verdad, el Prefecto de la Rose, nos comunicó que nuestra antigua compañera, Dominique DesPoints, había ascendido a detective. Le mandamos una carta colectiva con una foto en que estábamos todos, para felicitarla.

Cuando menos me lo esperaba, vino a verme, sin avisar tampoco. Yo salía de servicio y de pronto oí su voz a mi espalda:

Me volví y la vi apoyada en la pared, enfundada en una gabardina y bajo un sombrero, tal cual habíamos visto tantas veces a Humphrey Bogart en sus películas de detectives. Aún así, a través de las gafas de sol que vestía en aquella noche obscura, vi una mirada imaginativa y su belleza oculta.

Y se fue.

Me acerqué ella, y la tomé de la mano.

Había algo de doble sentido en sus palabras. Sí, iba a ser un matrimonio divertido.

Pero no dijimos mucho. Al menos al principio. A las dos horas de interrogatorio mutuo ininterrumpido comenzamos a hablar.

Miré el reloj, y era verdad que ya era la una de la madrugada.

Y volvimos a interrogarnos mutuamente. A la mañana siguiente nos casamos en la mairie, o sea el ayuntamiento. Ella estaba de vacaciones, y las pasó conmigo, en mi casa. A los 20 días nos casamos en su parroquia, en Lyon, en Saint-Nizare, cerca del Río Saona.

Nos concedieron dos semanas de permiso por matrimonio, y pasamos nuestra luna de miel en España, que ella no conocía. Así fue como yo volví a la casa de verano que había comprado, bajo otra identidad, casi doscientos años antes y que mi nieta Jezabel me había devuelto poco antes de morir.

Lo primero que me descubrió al volver la Francia fue que se había quedado preñada. Aquello me preocupó. ¿Mi hijo tendría en común conmigo mi invulnerabilidad? Tendría que preguntárselo a Sint, o esperar de 30 a 40 años para saberlo, lo que sucediera antes. Pero tenía que contárselo a Dominique. Mas, ¿cuándo? La quise mucho más, y le recordé su estrategia:



8 Fabián. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Ese fue el nombre que elegimos para nuestro hijo No había ningún Fabián ni en su familia ni en la mía. Bueno, sí, ni en las mías, pues yo ya iba con otra identidad, era francés de Marsella, y mi familia, por desgracia había fallecido al completo, siendo yo hijo único. Pero no había en nuestro supuesto árbol genealógico ningún Fabián.

Mi Dominique había aguantado en su trabajo casi hasta el momento del parto. Yo ya me había dejado la policía y vivíamos en Lyon, donde su madre y sus hermanos podían echar una mano. De hecho, su madre se vino a vivir con nosotros, y yo, cuando no era necesario en casa, me iba a la tienda de mi suegro a ayudarle. Era una tienda de ropa, Chez DesPoints, que tenía el suficiente éxito para vivir toda la familia de ella. Ninguno de sus cuatro hijos había querido seguir la tradición familiar, por lo que el pobre hombre ya se había hecho a la idea de que con él moriría la tienda, después de tres generaciones.

Aquel hombre me dio un abrazo.

Fue la primera vez que me llamó hijo. Y con ese título me quedé mientras vivió mi pobre suegro.

Fabián llegó el mismo día en que yo había suscrito el contrato con mi suegro por medio de aquel abrazo. Creo que exactamente en el mismo momento. ¿Cosas del destino? Quizá. Porque yo enseguida me hice con todos los procedimientos de aquel negocio, y desde muy pequeño el niño mamó la tienda. De hecho le vino muy bien a la Detective DesPoints que su marido cuidase a su hijo y a la tienda a la vez.

El niño nació sano y fuerte, con tres kilos de peso. Al igual que su madre y su abuela, era de pelo castaño y poco a poco fue creciendo y aprendiendo a llevar el negocio, pues después del colegio venía a la tienda, comíamos en la trastienda, y volvía a clase. Y al volver merendaba conmigo allí mismo, y luego se quedaba en la tienda leyendo o estudiando mientras yo atendía a los clientes. A los doce años ya me substituía o atendía a los que venían solo a preguntar. Más tarde le confiaba algunas ventas, y a los dieciséis la tienda ya tenía dos dependientes.

Mi suegro se había jubilado cuando Fabián tenía dos años de edad. Le convencí de que él ya había hecho su parte, y ahora me tocaba a mí, en nombre de su hija Dominique. Él se dedicó a ejercer de abuelo: de vez en cuando venía para llevarse a su nieto de paseo, y con los años fue el nieto el que sacaba a pasear a su abuelo, pues este murió cuando aquel tenía ya 17 años.

Recuerdo aquellos años de mi tercera vida con cariño. No tenía la inseguridad que había tenido en Brasil o en Marsella. Volvía a recuperar la paz y la armonía que viví con mi bisabuela Jezabel, la bendita Jezabel, hija de Isabel, hija mía…

Mi hijo Fabián era muy cariñoso y bastante cachondo. Cuando tenía siete años descubrió que su mamá era policía, y que la policía era la autoridad. Por eso cuando veía llegar a su madre, venía corriendo y decía:

Y yo hacía como que me escondía. Y pronto cambió la voz de alarma:

Y me buscaban entre los dos.

Yo estaba muy a gusto con nuestra tienda, pero todo tiene un fin, quizá feliz, quizá menos, según se lo tomara mi costilla.

Fabián ya había terminado su doctorado y había hecho un máster en Madrid y otro en Óxford. Cuando volvió con todos sus títulos, me dijo:

Aquello me tocó el corazón. Yo tenía la esperanza de que el chaval me substituyera, pero nunca se me habría ocurrido obligarle.

Era esta una de mis preocupaciones, que la quinta generación no se hiciese cargo del negocio. No tuvimos más hijos por el trabajo de Dominique, que ya era comisaria, así que por ese lado ya pude respirar tranquilo.





9 La hora de la verdad. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Mi esposa era cariñosa, siempre lo fue, pero también observadora.

Ella lo había dicho como una broma. pero su instinto de detective la alertó:

Y le conté mi entrevista, la primera, con Sint. Con pelos y señales. Me acordaba como si fuera ayer. Ella me escuchó con mucha atención.

Alzó la vista y nos vio a los dos en el espejo que presidía nuestro comedor.

Ella se puso muy seria.

Dejamos la tienda a cargo de nuestro hijo y nos fuimos de segunda Luna de Miel a España.

Por el camino le fui explicando cómo adquirí aquella casa a mediados del siglo veinte, pero me fui a Brasil cuando sólo tenía ochenta años, huyendo de decirle a mi entonces esposa, que en gloria esté, estas explicaciones que ahora le estaba dando a ella. Fui tonto. Al desaparecer por el ataque de pánico que me dio le causé un profundo dolor, que me dolerá toda mi vida, pues yo nunca pensé herir a la gente que quería y que quiero.

Ella quedó pensativa. Estábamos en aquella playa abandonada desde hacía décadas. La población española era ahora el 25% de la que había cuando compré la casa, por diversas razones. Ahora la mía era la única casa que se tenía en pie en todo el barrio, porque yo la había reconstruido casi en su totalidad. Sólo los muebles eran originales, y yo les tenía mucho cariño. Cuando yo quería desaparecer me iba allí.

Y le tuve que contar toda la verdad: aunque me destrozaran la cabeza, mis células se reorganizarían otra vez de forma correcta y no moriría.

Ella me hizo la pregunta pertinente:

Era verdad: mi suegra murió hace quince años, y mi suegro dos años después. No sabía vivir sin ella.

Pero yo no desaparecí de la vida de mis seres queridos. Con una vez fue suficiente. Aprendí la lección. Yo, el tipo duro, era incapaz de conciliar el sueño muchas noches cuando pensaba en Loles. Pobrecita. Por lo que me dijeron, nunca lo superó. No permitiría que Dominique hiciera dúo con ella para visitarme por la noche. Por eso se lo conté todo. Allí, bañándonos en las aguas de Mazarrón, desnudos los dos porque no había nadie más, y aquella era mi playa en el sentido más estricto del término desde hacía más de un siglo. Tomábamos el sol, comíamos en la playa. Allí veíamos las puestas del sol tan maravillosas recortadas sobre los montes de Bolnuevo…

Y en cuanto volvimos a Lyon mi esposa pidió la jubilación voluntaria, para sorpresa de todos.

Y una forma discreta de hacerlo fue abrir una sucursal en París. Allí nos fuimos y abrimos Chez Despoints et fils, o sea, la Casa de los Puntos e hijo. Yo era el hijo, claro. Si nos hubieran visto por la noche durmiendo juntos nos habrían acusado de incesto, porque yo amo a mi mujer. La amé toda su vida. Ella la tuvo muy larga, y en sus últimos veinte años vino a hacerse cargo de la tienda parisina la primogénita de Fabián, y yo seguí cuidando a mi Dominique hasta que murió a una edad avanzada, a los 97 años.

A mi nieta Lucienne no le conté la verdad, pero le prometí que la visitaría con la frecuencia que pudiera, ya que desde ese momento se quedaba sola. Le aconsejé que se buscase un buen muchacho y se casase, para mantener esa tienda de generación en generación.

Luego fui a ver a mi hijo Fabián, que por desgracia no tenía el aspecto de 25 años, sino de los cincuenta y cinco que contaba. Él y su esposa, Christine, me recibieron con alegría, aunque le dije a ella que yo era un primo lejano que estaba de paso por Lyon.

Pero cuando estaba a solas con Fabián le conté toda la verdad.

Aquello se merecía un abrazo. Mi Fabián siempre tan comprensivo y tan cariñoso. Parecía mi padre, por el buen hacer que sólo la edad proporciona.





10 La tercera visita. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Cuando volví a ver a Sint, le planteé el problema:

Me apuntó con la consabida caja de zapatos y de allí salió un rayo de luz, esta vez violeta, que me invadió de cabeza a los pies. Duró apenas diez segundos. Sentí un estado de felicidad infinita. Me sentí muy bien cuando se apagó.

—Ya está.
~Mira mis labios —dijo.
~Que no los estoy moviendo.
~Anda, es verdad. ¿Telepatía?
~Parcial. Si la otra persona no quiere, no le podrás leer la mente. La ventaja es que no sabrá que se la estás leyendo, y por eso no podrá oponerse. Si te encuentras algún telépata, en cambio, sí que podrás bloquear tus pensamientos.

~Ya no hace falta que me hables, ni que yo use esta máquina traductora, me dijo.
~Hay un don asociado a este con el que tienes que tener cuidado. No es otro don, es un efecto secundario de este.

Y dicho todo esto, Sint se metió en su máquina, que se fue haciendo transparente hasta que se disolvió en el aire.

Allí me quedé yo, mirando aquellas palmeras que eran más antiguas que yo. Siglo tras siglo las había visto yo allí. Las mismas tres. Algo más allá había más, todo un palmeral. Pero en el frente del mismo estaban estas tres, una crecía recta hacia arriba, y las otras dos con un ángulo de 15º en diferentes direcciones. ¿Era aquello un mensaje oculto de Sint? ¿Éramos tres en lugar de dos eternos, como él nos llamó? Antes de irse me dijo que la eterna estaba en un país lejano, pero no me dijo en qué dirección, ni qué país era. También me dijo que su objetivo era diferente del mío. Pensé en buscarla, pero me dijo que no tenía objeto. ¿Para qué? Si me la encontraba, ¿viviría con ella? ¿Nos enrollaríamos? ¿Tendríamos hijos eternos? La verdad, eso destruiría su experimento, cualquiera que fuese.

No, mi objetivo lo tenía yo muy claro: vivir, adquirir experiencias para contárselas a Sint. Ahora lo veía claro. Y no olvidarme de mi familia.





11 La vuelta a casa. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan

Volví a España y localicé a mis parientes vivos. Un corredor de motos llamado Amancio y una profesora de Primaria llamada Magdalena. Eran de ramas diferentes, el primero de la de Jezabel, y la segunda de la de mi hijo Felipe. De la octava generación después de la mía. Ninguno conservaba mi apellido. Ella tenía el de su abuelo paterno. Él era Amancio Rodríguez, y ella era Magdalena Periago.

Les seguí a ambos, y me hice el encontradizo. No me hice presente en sus vidas hasta que Amancio tuvo un accidente grave. Me personé en el hospital tomando la identidad de un tío suyo que se había ido de su casa a los quince años y había desaparecido; y me lo llevé al mejor hospital de Europa, sito en Berlín. Allí lo operaron y consiguió recuperarse del todo.

Pero no hizo falta que me lo diera, pues lo pensó y lo anoté mentalmente.

Al día siguiente estaba ella en el hospital. La fui a buscar a Navarra, donde vivía con sus padres. Trabajaba en una tienda de música en el centro de Pamplona. El dueño le dio permiso para visitar a su novio en Alemania, pues era una gloria nacional.

Sin embargo, él me dio otra explicación:

Pero no se volvió atrás del acuerdo. Hablé con el dichoso espónsor y le pagué los dichosos cien mil euros, y se conformó, aunque hizo alguna pregunta impertinente:

Mi tatatatataranieto resultó un buen mecánico y negociante. Estaba todo el día en el taller, feliz y contento. Tuvieron ocho hijos, y cada vez que tenía uno yo le rebajaba mi porcentaje, como ayuda a mi nuevo ahijado. Finalmente me quedé con el 5% de las ganancias, que a lo largo de los años fue mucho. Tenía una cuenta legal en un banco de Pamplona. Pero antes de desaparecer de nuevo se la regalé a Martín, el primogénito de sus hijos, que de mayor también sería mecánico, pero de coches, con lo que siguió la tradición familiar, en cierto sentido.

Simultáneamente ayudé a Magdalena, mi otra tatatatataranieta. Era maestra nacional, como he dicho antes, y el único problema, muy serio, que había tenido en su vida era haberse enamorado de un maltratador. A menudo llegaba a clase con algún moretón. La seguí con discreción y un día me di a conocer como su tío Martín, recién llegado a Segovia, donde ella vivía. Le pregunté por sus moretones, y me dio las excusas que las mujeres maltratadas suelen dar:

No necesitaba saber más.

Fui a ver a su Pepelu, su marido, y le hice una oferta singular:

Aquel mierda cogió el dinero, y me dijo:

Aquel rufián miró a los dos jóvenes, uno tomando café y otro leyendo el periódico.

Ante el súbito silencio de aquel tipo me levanté y me fui.

Veinticuatro horas después le puse un maletín delante de las narices, y me fui.

Un mes después Magdalena por fin firmó los papeles y se vio libre de aquel malnacido. Por lo visto le había salido un trabajo en Estados Unidos, y no iba a poder volver, así que se quería divorciar para que ella pudiera reconstruir su vida.

También visité a mi familia francesa, de modo regular, adoptando la personalidad del hijo de quien había ayudado a la abuela Dominique. Del abuelo Dominique nunca más se supo. Sólo Fabián lo sabía, y el muy ladino aseguraba que de vez en cuando hablaba conmigo, con su abuelo Dominique por teléfono. Con él murió el secreto. Me dio una gran lección que nunca olvidaré.



12 El señor doctor. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



13 Elena. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



14 La eterna alternativa. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



15 El secreto. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



16 Depende..., ¿de qué depende?. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



17 Misión: la caza. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



18 El pacto. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



19 El secreto de Sint. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



20 El rescate. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



21 La Reina conoce al Dios de los dioses. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan



22 Conclusión. English Esperanto Capítulo anterior. Sekvan