El proxeneta: El amargado peligroso.

Un buen día apareció por la casa el pimp de Lucy. El macarra del que no se había despedido cuando salió huyendo de Inglaterra. Así era Lucy: irreflexiva y sin tener en cuenta las posibles consecuencias de sus actos. Por eso la tuve que castigar mucho más que a Sonia, que era un encanto de la cabeza a los pies.

Pasé de llamar a Gustavo, porque al ver a aquel mequetrefe amenazar con arma de fuego en lo que parecía que tenía práctica, reconozco que se me fue un poco la olla. Cuando entró él, yo estaba grapando unos papeles. Yo tengo casi siempre la puerta del apartamento abierta, pues yo estoy en el recibidor y me da pereza levantarme cada vez que alguien llama. Me lo quedé mirando, porque la verdad es que no entendía.

Sin pensarlo, le golpeé con la grapadora en un ojo. Inmediatamente le metí la mano en la sobaquera y le quité el pequeño revólver que tenía, y lo amartillé y se lo puse en la sien.

Era un luchador experto, pues se me zafó del abrazo, pero antes de que pudiese hacer nada yo pegué un tiro al aire, un poco por encima de su hombro, como advertencia. Eso lo detuvo en seco.

Aquel malnacido se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, amenazando.

Lo alcancé con el primer golpe detrás de la oreja. Lo tiré al suelo y le di diez o doce patadas en los riñones y en las costillas, que le hicieron chillar como un animal. La verdad es que yo estaba muy furioso. Por eso le seguí dando hasta que dos fuertes brazos me sujetaron por detrás y me inmovilizaron.

Habían venido todas las chicas del sexto y Gustavo, que estaba en el apartamento C.

Le puse el lado malo del cañón del revólver entre los ojos y le dije:

Lucy ayudó a su antiguo chulo a ponerse de pie.

Ella me miró, suspiró y vino a mi lado.

Aquel cretino bajó la cabeza y se fue, ya sin amenazar a nadie. por lo visto había creído que una pistola le convertía en un hombre.

—Muchacho, qué desastre. Has alertado a todo el edificio. Puede que alguien haya llamado a la policía —dijo Gustavo.

Y con la pistola en el bolsillo me puse la americana y me fui del edificio. Al doblar la esquina vi que venía un coche de la policía con la sirena puesta. Con más sangre fría de la que yo me suponía, esperé a que pasara y crucé el paso de cebra justo detrás del coche que se alejaba aullando. Había una papelera en una farola. Le quité las balas al revólver, y lo tiré allí, sepultándolo bajo la basura que la gente había dejado. Me guardé las balas en el bolsillo, pero las tiré en un contenedor del plástico que me encontré en la otra calle, aunque me guardé una de recuerdo, en el bolsillo.

Fue una inspiración, porque al volver a cruzar la esquina, me di de bruces con Stan y sus siete amigos. Por lo visto me querían dar un escarmiento. Pobres, no sabían con quién se metían.

Sin mediar palabra, le di una patada en el pecho a uno de aquellos macarras, que lo dejó sentado en el suelo luchando por respirar. Sin perder tiempo le practiqué una llave en el brazo al que estaba a su lado, y antes de que se dieran cuenta, ya lo había estrellado contra el que estaba a continuación Al siguiente le di una patada en la entrepierna que lo inmovilizó, y al quinto se la di en la garganta, tirándolo al suelo también. Los otros tres salieron corriendo. No, no se trataba de darle una paliza a un chulo ladrón. Resultaba que aquel tío eran mucho más peligroso. Tanto que el tío, o sea yo, salió corriendo detrás de ellos. Tenía que acabar lo que había comenzado, o tendría problemas de verdad.

Adelanté a los otros dos, que se detuvieron a distancia, observando. Cuando por fin atrapé a aquel cretino, lo inmovilicé con una llave de judo, y le dije:

Y le metí la bala en la boca. El tipo la escupió al suelo. Le di un puñetazo en medio de la nariz y lo obligué a recoger la bala, sin soltarle el brazo.

No parecía muy dispuesto a hacerlo. Por eso le retorcí el brazo más, lo que le sacó un aullido de dolor.

Pero aquellos tiparracos no se fueron, sino que se alejaron unos pasos y se quedaron mirando. No se querían perder el espectáculo.

Aquel inglés despreciable no tuvo más remedio que comerse su amenaza, es decir, su bala.

Lo solté y me fui. Miré a aquellos imbéciles y les dije:

Cuando llegué a casa me dijeron que sí, que la policía había estado allí. Gustavo les dijo que había estado colgando unos cuadros y reconocía que había hecho mucho ruido, y que lamentaba haberles causado molestias a los vecinos del quinto, y que eso no volvería a ocurrir.

Lo descolgué y vi que allí estaba el agujero de la bala, que se había quedado incrustada en la pared. Por eso no lo habían encontrado los policías. Gustavo le había puesto dos tacos de los gordos y había atornillado la alcayata entre ellos. Ese hombre estaba en todo.


El proxeneta ~ Volver al índice general