Jesús Ángel.
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Un proyecto singular.

Un proyecto singular

    Hace unos años un grupo de los llamados Escritores de La Generación Kindle (escritores abonados a un grupo de Facebook de ese nombre) nos propusimos escribir un libro entre todos, Los obscuros. De los once a los que inicialmente interesó la idea sólo cinco la llevamos a término en diverso grado de implicación: José Enrique Serrano Expósito, Ángeles Gabaldá Soler, Alexander Copperwhite, Maria José Moreno, y el que esto escribe.

    La idea me pareció tan buena, que además de participar activa y entusiásticamente en ese proyecto para escritores "de brújula" (si bien sospecho que uno de nosotros lo era de "mapa"), me decidí a escribir una sátira de nuestro proyecto: basándome en lo que había ido ocurriendo en el grupo "La Cosa Nostra", que creé yo mismo en Facebook para que el flujo de información entre nosotros fuera más rápido y efectivo, me inventé una serie de personajes escritores, que tras un proceso de selección natural (a nadie se desestimó, que se desestimaron ellos por las razones que veremos luego en el libro), que procedían de la misma manera que nosotros cinco: cada uno escribía un capítulo y el siguiente en la rueda tenía que seguir allí donde el anterior lo había dejado, y así sucesivamente, durante varias vueltas de esa rueda mágica en que cada uno creaba una historia codo con codo. Los escritores, Pío, Irene, Eusebio y Paz, eran tan variopintos como diversos habíamos sido los escritores del evento que me había sugerido la novela.

    Así, el resultado ha sido una obra dentro de otra obra: por un lado tenemos las discusiones y conceptos de la vida y del arte de cada uno de los escritores que dan vida a la historia principal, que van desde un jubilado, Pío, hasta una profesora de instituto a la que todos admiran, Paz, pasando por el arte dramático, pues Eusebio es actor; y por otro lado tenemos la historia de José Rabadán Curbelo, auxiliar de administrativo que tiene una larga y provechosa vida. Es la de una persona corriente, del pueblo, es un héroe vulgar, uno de nosotros, pero cuya originalidad es que no se queja, sino que agradece cada una de las cosas que la vida le trae y cada uno de los momentos que pueden disfrutar de ella. Rabadán es un escribiente que habría deseado ser escritor, cosa que no puede ser porque le falta preparación y dedicación, y sin embargo sí lo es una de sus hijos, Rosa, que pertenecía a nuestra Generación Kindle.

    Mientras escribí esta novela me lo pasé muy bien, y me gustaría saber usted, lector o lectora, se plantea leerla. Para ello le incluyo un fragmento a continuación. Es el capítulo 7 de 9, o en realidad 12, pues el 9 narra el final desde cuatro puntos de vista diferentes, uno por cada capítulo, aunque todos coinciden que uno de ellos es el mejor.


Amanece más temprano

   El barco había dejado el puerto de Barcelona a las siete de la tarde. Apoyados en la barandilla de la cubierta principal iban un padre y dos hijos. Entre los tres sumaban ciento cincuenta años. El crucero donde José conoció a su último amor

La camarera aparentaba unos treinta años de edad, si bien tenía seis más.

Por suerte para él, a ella también le cayó bien este abuelo de palabra tan audaz y asertiva que le miraba directamente a los ojos y parecía que le acariciaba con la mirada.

Fue un placer que se permitió Rabadán repetir durante el viaje en muchas otras ocasiones. De hecho todos los días veía a Pilar a la hora de comer, pues de camarera particular de aquella mesa se diría que se había convertido en la camarera de Rabadán... Sin desatender sus obligaciones con los demás pasajeros a su cuidado, Pilar siempre estaba cuando Rabadán necesitaba algo: un panecillo que faltara, algo de sal, azúcar, su café, etc., aparecían siempre antes de que el anciano lo echara en falta.

Cuando acababan sus labores, los miembros de la tripulación tenían prohibido charlar o simplemente relacionarse con los pasajeros. Pero había zonas del barco que, sin estar expresamente prohibidas a los pasajeros, ellos no frecuentaban En esas zonas no era extraño ver a algún tripulante fumando casi a escondidas. No era el caso de Pilar, pues ella no fumaba, pero solía acompañar a algunas amigas que sí lo hacían. A poco de conocerla Rabadán, que no sabia estarse quieto en su camarote, la descubrió cuando daba uno de sus paseos por aquel extenso barco. Mientras sus hijos estaban en alguna de las piscinas entablando amistad o al menos conversación con alguna belleza bikinera, él exploraba el barco en busca de alguna conversación inteligente. La encontró un atardecer, después de la cena, en una bella desconocida en la que le costó reconocer a “su” camarera, Pilar.

Él sonrió divertido. Así era. Aquella tarde hablaron de puestas de sol. Y de puestas de largo. Y de gente que se había ido. Y de gente que venía.

El barco  continuaba su singladura hacia el Norte. Habían visitado ya una ciudad francesa, tres italianas, una griega y otra tunecina. Juntos miraron los últimos rayos del sol posarse en el mar, mientras que aquel coloso, soberano de los mares, seguía cortando las olas a una velocidad considerable para tratarse de un navío de ese tamaño.

Aquellas palabras, “Que Dios te bendiga”, las recordaría Pilar durante muchos años. Nadie se las había dicho nunca, y nadie se las diría después.

Rabadán se quedó aún contemplando el paisaje marino unos minutos más,puede que media hora. Había Luna llena, él disfrutaba de la vista de todo un mar iluminado por Selene en todo su esplendor. El rielo de la Luna siempre le había gustado más que el del Sol. El de este es más común a mediodía, en las zonas costeras, sobre todo cuando el mar está en calma y parece cubrirse de plata debido al minúsculo reflejo de la luz de nuestro astro rey en cada una de las minúsculas ondulaciones que conforman cada ola. El rielo lunar es casi lo mismo, si bien vistiendo las olas de oro en lugar de plata: cada rizo del mar refleja la luz mortecina y maravillosa de nuestro satélite, en un espectáculo que sólo se puede apreciar cuando hay iluminación máxima en nuestro satélite, la Luna llena, plenilunio, cuando Selene se muestra más orgullosa de su poder. Y es un auténtico privilegio asistir a él en mitad del mar, dentro del rielo mismo: es magia pura.

Recordó Rabadán La canción del pirata, de José de Espronceda, que le hicieron recitar una vez en el colegio, hacía más de sesenta años:

Es mi barco mi tesoro,
es mi bien la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Recordando su más tierna infancia, vio algo de pronto que le sorprendió. Algo que no debería estar allí. Se restregó los ojos: ¿veía visiones? A unos cien metros del barco veía algo algo dorado, algo que parecía hacerle señales, algo intermitente. ¿De qué se trataba? ¿Señales en alfabeto Morse? Había una luz en cubierta directamente encima de él. Por eso se inclinó sobre la barandilla, haciendo visera con una mano, concentrándose en el mar, en lo que veía. Allí, abajo, sobre las olas. ¿Qué sería?

El barco estaba a una distancia equidistante entre África y Europa, como en el poema de Espronceda. Era el único momento en toda la travesía, le habían advertido, en que el barco podría balancearse un poco. O cabecear. De hecho el movimiento lateral de balanceo era lo que le impedía fijar la vista en ese objeto dorado que había justo al lado del barco. Nuestro héroe se inclinó un poco más para verlo mejor. Ese fue su error: su mano izquierda falló en su agarre. Cayó al mar. Desde una altura de catorce pisos.

Si le ha gustado lo que ha leído puede bajarse el libro en Amazon, aunque también lo puede leer en Wattpad gratuitamente, pues fue allí donde lo escribí capítulo a capítulo hace años, si bien la copia que hay allí está sin editar.

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