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Los 7 pecados capitales.Jesús Ángel.

Los siete pecados capitales.

Desde que Evagrio Póntico lo definió, ha sido un referente para los cristianos el conjunto de pecados que dan origen a otros pecados. Despojado el conjunto del último pecado, La Tristeza, por el papa San Gregorio Magno, quedan siete a los que he dedicado un cuento a cada uno, de extensión y estructura variables.


ÍNDICE:

    Introducción: Qué es pecado? ¿Qué es capital?
  1. Los siete reunidos.
  2. Soberbia: El zapatero incompetente.
  3. Avaricia: Amores sacro y profano del sastre desastre.
  4. Gula: Albano y la pastelera.
  5. Lujuria: El préstamo.
  6. Pereza: La vagancia no se cura.
  7. Envidia: La ambición traicionera:
    1. El candidato.
    2. Ernesto, presidente.
  8. Ira:
    1. Xenofobia
    2. La venganza.
    3. Filoxenia.

Envidia

El candidato.

Ernesto era un joven abogado que se quiso presentar en política. Desde muy joven, antes de terminar la carrera, se arrimó a un político de éxito, que lo trató siempre muy bien, como si fuera su padrino, por no decir su padre. 

Los políticos no suelen tener convicciones muy acendradas. Ellos quieren el poder, inicialmente para hacer las cosas mejor que los que les han precedido; pero cuando llegan al poder, por fin, han de plegarse a las circunstancias, y comprenden demasiado tarde que no se puede hacer lo que uno quiere, al menos no sin coste social y político. Como una vez que consiguen el poder, su segunda tarea más importante es mantenerse en el mismo todo el tiempo que puedan, no siempre se rodean de los más capaces, pues les podrían hacer sombra, sino de gente más manipulable, gente que les ayude, pero que no brillen más que él. 

Ernesto eso lo tuvo muy claro. Siempre se plegó al jefe de su partido, Arturo Azahar, que le fue revelando los trucos que le habían aupado al poder. Cuando don Arturo decidió retirarse, pues ya había estado dos mandatos, no eligió a Ernesto para sucederle, porque no lo veía aún maduro para ello. En su lugar escogió a Mario Rey, que le doblaba la edad, a Ernesto, claro, y este consiguió entrar en el restringido grupo de los satélites de Rey, para seguir aprendiendo, si bien nada había que aprender: a Rey lo había escogido Azahar por una serie de razones que no se atrevía a exponer en público, ni siquiera a Ernesto en privado, dado que no eran confesables. Pero en pocas palabras, podríamos decir que Azahar, a pesar de sus buenas palabras de que un político no ha de perpetuarse en el poder, porque eso podría conducir a la dictadura, quería seguir mandando a través de un hombre de paja, a su juicio Rey. Pero don Mario no era tan manipulable como don Arturo había previsto, y en cuanto se vio con el bastón de mando, pasó del presidente anterior, y echó a todos sus consejeros, substituyéndolos por otros nuevos, excepto a Ernesto, experto ya en nadar y guardar la ropa. 

El final del mandato de don Mario fue bastante azaroso, y le derrotó un don nadie de otro partido, que se presentaba por tercera vez.

Aquella debacle produjo un vacío de poder dentro del partido, y nadie quería postularse para suceder a don Mario. Hasta que Ernesto vio que la oportunidad la pintaban calva.

Ernesto, presidente.

El caso de don Mario Rey le había dado una gran lección a Ernesto: no pongas a tu vera a nadie más brillante que tú. Pero no te equivoques: Mario había engañado a Arturo: se había hecho el tonto y el inútil, y el ex presidente se vio engañado por alguien más largo que él. Pero eso no le pasaría a él, no.

Ernesto planteó en un congreso de su partido que había que hacer las cosas de una forma diferente si se quería un resultado diferente, o sea ganar las elecciones.

El juego político es peligroso. En el país la clase política se había ido apartando del pueblo cada vez más. Se elevaban el sueldo más y más, a medida que el del pueblo, el de cada ciudadano, se iba decrementando. Todos los candidatos prometían bajárselo, pero cuando llegaban al poder se olvidaban de eso y de todas las demás promesas electorales. Un político más cretino que los demás  afirmó en televisión que las promesas electorales estaban hechas para incumplirlas. O sea, que afirmaba que todos los políticos, especialmente los que ganaban las elecciones, eran gente sin honor. 

Por lo dicho antes, cuando Ernesto llegó a la Presidencia de su partido, se rodeó de mujeres. No es que le importara lo de la equidad o igualdad sexual en el consejo de ministros y ministras, que eso ya se vería si llegaba al Palacio de Figueroa, o sea a la presidencia del país, alguna  vez, sino del partido. Nombró a Casilda Almansa portavoz de su grupo parlamentario, y a Inés Alhama candidata a la presidencia de la principal autonomía del país, en la seguridad de que ninguna de ellas brillaría más que él. Sin embargo, se equivocó en ambas elecciones. Él había sido siempre un mediocre que había ido escalando puestos en su partido  hasta llegar a la presidencia por puro arribismo y pelotilleo. No siempre el más capaz llega hasta allí, de hecho lo hace el más arribista, el más tramposo o el más desalmado. Pero de vez en cuando lo consigue el más trabajador y el que más en serio se toma la actividad política. Y en el fondo fue la misoginia oculta de Ernesto —que nunca reconocería— su talón de Aquiles: no vio venir que Casilda iba a vapulear al Gobierno de esa manera, y cuando le acusaron a él de provocar la acritud del partido, la sustituyó por un hombre de su absoluta confianza, Teófilo de Armas, un chico bastante manipulable que convirtió la portavocía en algo anecdótico.

Pero a Inés no la pudo substituir. Llegó a la Presidencia de su comunidad por carambola: la chica mediocre y del montón, periodista novata e hija de una familia mal avenida de pronto contó con la ayuda de otros dos partidos políticos minoritarios y entre los tres formaron una mayoría absoluta que la hicieron Presidente de la Comunidad Autónoma.

Y en cuanto se vio investida cogió el tranquillo de un discurso agresivo pero eficaz que llegó al corazón de todos los ciudadanos, que por fin vieron a una lideresa que conectaba con el pueblo. Se enfrentó con el Presidente de la Nación y le ganó el pulso. Luego este diría que prefería que le sacaran una muela sin anestesia a tener que negociar con esa mujer otra vez.

En cambio a Ernesto el Presidente del gobierno lo miraba con desdén. Este muchacho, decía cuando hablaba de él. En cambio a Inés le tenía respeto, si no la temía directamente. Y eso le daba mucha envidia a Ernesto pero ella se lo trabajaba, y él no. Ella tenía muy buen corazón, y por eso no vio venir a Ernesto, el jefe de su partido.

—Ernesto, ¿qué le pasa a Teófilo?

—Nada. ¿Por…?

—Lo noto algo raro. Siempre que me ve me da consejos disparatados… Que trate mejor a los socialistas, que siempre el Presidente se queja de mí, etc…

—¿Y tú qué le dices?

—Que el Presidente es un depredador y un arribista. Y al igual que a las fieras no les puedes hacer ninguna concesión. Hay que darles con el látigo para que te respeten. Si eres lo suficiente duro manejando el látigo y la silla, les haces pasar por el aro de fuego. Si te quieres sentar a dialogar con él, te devorará igual que el león del circo. 

—Mujer, no seas tan drástica.

—A ver, Ernesto…, ¿tú te crees que todos son tan razonables como en nuestro partido? A los que practican el juego sucio hay que darles un baño de vez en cuando.

Pero en realidad Teófilo era un torpedo de Ernesto. Él se negaba a oír estos consejos de la político más triunfadora de su partido. Él era buenista, y dialogaba y contemporizaba mientras el país se iba al desastre, y quizá por eso él le tenía tanta envidia a Inés. Una idea cada vez más profunda. Y desearía hacerle lo que le hizo a Casilda: apartarla de su posición. Pero no podía, porque gracias a ella su partido, a pesar de estar en minoría, gobernaba e impedía que los rojos hicieran los disparates que habían hecho antes de llegar ella al poder.

Hasta que llegaron las elecciones y él pretendió substituirla por otro candidato de su confianza. Entonces fue cuando a ella se le cayó la venda de los ojos y supo que sus enemigos de verdad no eran los socialistas, sino los miembros de la dirección de su propio partido.

Ella habló con todos sus partidarios, y entre todos forzaron un congreso para elegir al líder del partido. Inés no tenía esa ambición, pero consiguió que votaran casi unánimemente a Casilda, que modificó totalmente la estrategia del partido, y en las siguientes elecciones generales obtuvo la Presidencia del Gobierno del país, desarrollando ese oficio mejor que todos los que la habían precedido. 

Y Ernesto y su envidia se perdieron en el mar del olvido. Años más tarde comprendería que debería haber ayudado a su compañera, y muy probablemente habría sido él, y no Casilda, quien ocupase la presidencia de su país.






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